Por Fernando Figueredo Socarrás.
En
los primeros meses del año 1,874, se encontraba al frente de la administración
militar del ejército español el Coronel R. que pasaba ya de sus sesenta inviernos
y que, por sus condiciones de honradez, su limpia historia militar, los
servicios que había prestado a su patria y su conducta honorable y digna, se le
conservaba como una reliquia patriótica: se le respetaba por sus altas dotes de
educación y cultura y se le admiraba por la bondosidad (sic) de su carácter y
la delicadeza de sus maneras. Era dulce en su hablar y sencillo en sus
ademanes, lleno de ingeniosidad y seriedad, demandando siempre consideraciones
y respeto a cuantos le trataban y la admiración de sus amigos. Foto:
Revista Binder.
Su
oficina principal se hallaba situada en Puerto Príncipe como centro de la Isla
y de allí partían las ramificaciones del delicado departamento que se le tenía
confiado. Había venido a Cuba al principio de la guerra y aquí había obtenido
sus dos últimos grados. Era un excelente padre de familia y la circunstancia
de estar ésta ausente, en la Península, hacían su vida por demás angustiosa y
su existencia llena de penas y sinsabores.
Su
esposa y sus hijos residían en Madrid. Su hijo mayor Rosendo, era capitán del
Ejército y operaba a las órdenes del General Palanca, en Oriente. Su hijo
menor, Raúl, de 19 años, acababa de llegar después de terminar brillantemente
su carrera en la escuela de caballería y se había incorporado a uno de los
Regimientos que guarnicionaban a Puerto Príncipe, la llegada de Raúl fue para
el viejo un rayo de luz en la nebulosidad de su vida: ella trajo consuelo a su espíritu,
asaz abatido y alegría a su enfermo corazón.
Con
Raúl llegaron brisas de la Patria y sonrisas del hogar, y a aquel anciano, por
lo regular taciturno y triste, se le vio sonreír y al parecer feliz...
El
Coronel era alto, delgado, bien conformado y por comodidad como sucede en
tiempo de guerra usaba toda la barba. Su aspecto era patriarcal y el que pasaba
junto a aquella figura venerable no podía menos que descubrirse ante el
respetable anciano. Siendo joven había hecho las campañas contra el
Pretendiente, en la Península, y más tarde, la de África, donde ascendió a
Capitán. La presencia del joven oficial de caballería, lo hacía sentir por
demás feliz y él se enorgullecía al presentar al apuesto joven que le remedara
en estatura y gentileza, a la consideración de sus amigos y conocidos.
No
hay cubano que no recuerde o no haya leído lleno de orgullo, y justa
satisfacción los incidentes de la gran batalla de Las Guásimas que se librara
en los campos del Camagüey, a mediados del mes de mayo de 1,874. Las
Guásimas, es la página más gloriosa que se escribiera en la historia de aquella
guerra, que por sus hechos se apellida la Guerra Grande la han descrito
publicistas españoles y cubanos y todos la acreditan como la acción de guerra
más importante en aquella epopeya que durara diez años. [Hoy, hay pocos
cubanos que sepan, siquiera, qué fue la gran batalla de Las Guásimas. La
Educación Cívica ya no se imparte, sería una hipocresía completa.]
Fue
una verdadera batalla, en que una fuerte columna de 4,000 hombres, se vio
sitiada por Máximo Gómez, durante cuatro días, y en la que, de parte y
parte, se realizaron proezas de valor y se desplegaron inteligencia y pericia
militares. La nota más saliente de aquella formidable acción, en que España
confesó mil hombres fuera de combate, fue la célebre carga de caballería, que
con el coronel Enrique Reeve [El Inglesito] a la cabeza, se dio
en el largo carril (especie de callejón en la montaña) que une a Jimaguayú
con las Guásimas.
En
ese callejón fue destrozada despiadadamente la caballería española por los
cubanos, cediendo al plan de batalla forjado por Máximo Gómez. Las
fuerzas españolas habían abandonado la ciudad el día 15 de mayo de 1,874. La
descubierta de la caballería era mandada por el joven alférez Raúl, que fue
despedido por su anciano padre, llevando su bendición y elevando sus preces al
ciclo (¿cielo?) porque retornara sano y salvo de aquella acción en que iba a recibir su
bautizo de fuego. Dios se lo había de proteger y devolvérselo a su corazón,
lleno de vida y colmado de laureles.
En
la horrorosa acción del carril, cuando la caballería española cargó, llena de
bríos, luciendo su garbo y levantando en alto sus relucientes sables, llena de
bravura y entusiasmo, el joven alférez mandaba la extrema vanguardia. Él
fue el primero en clavarse en los rifles de la emboscada de la infantería
oriental, al mando de Ricardo Céspedes; él fue el que al volver grupas, quedó
por su posición en la extrema retaguardia y la primera víctima del filo del
machete de los implacables soldados de la caballería camagüeyana.
Raúl
cayó el primero y después de él, centenares de cadáveres marcaban aquella
tremenda huida, que se efectuaba a lo largo del célebre carril que después se
ha bautizado con el nombre del carril de la carga.
La columna de Armiñán, es histórico, que se salvó al cuarto día de
sitiada, por el refuerzo que le proporcionó el general Báscones. A no ser por
esto, toda habría sido hecha prisionera.
La
noticia del desastre de aquella columna que saliera tan llena de esperanza e
ilusiones de Puerto Príncipe, para cortar a Máximo Gómez su marcha hacia
Occidente, llegó a la ciudad con todos sus horripilantes colores, llenando de
consternación a sus habitantes. Calcúlese el efecto que la derrota produciría
en el anciano coronel, que solicito se apresuró a obtener todos los tristes
detalles de la acción. Su aflicción no tuvo limites, se consideró, como era
natural el más desventurado de los padres...
Había
pasado un mes, más o menos, cuando el C. Salvador Cisneros, Presidente de la
República, recibió por medio de su hermana Ciriaca el siguiente mensaje.
Sr.
Marqués: El más desventurado de los padres, se llega a Vd. solicitando la
gracia que espera no le sea negada de que se le permita visitar el campo donde
cayera su hijo Raúl, en defensa de su Patria. Vd. es padre y debiera colocarse
en lugar de éste, que ya no espera tener un momento de tranquilidad en este
mundo... Respetuosamente, Coronel R.
El
presidente Cisneros sometió la petición a la consideración del General Gómez y
éste puso su Visto Bueno a la demanda.
El
coronel R. apareció en nuestro campo acompañado de un ordenanza y un práctico,
todos desarmados.
El
general Gómez lo trató con señalada delicadeza y como prueba de la alta
consideración que le mereciera puso a su disposición a su Jefe de E .M.
Coronel Rafael Rodríguez, de quien debiera ser huésped, durante su permanencia
en el campo insurrecto.
El
coronel aparecía muy abatido, su dolor era inmenso y los halagos y cortesías de
que era objeto aumentaban su pena. Se hizo referir el hecho de la batalla tal
como pasó: escuchó de labios de sus enemigos las frases más encomiásticas hacia
el soldado español, la bravura con que se peleó, y cuando se llegó a la
descripción de la gallarda figura de su hijo, tronchado como una flor por
implacable vendaval, su aflicción no tuvo dique.
Nuestros
soldados, los que cargaron más inmediatamente sobre él y que prestos se
reunieron a su rededor, se lo pintaban hermoso como una aurora y valiente como
un adalid. Todos trataban de enjugar las lágrimas, que a raudales corrían
de los ojos del veterano, encanecido en los campos de batalla.
Al
momento no hubo uno que no tratara con empeño de que el coronel recogiera las
reliquias de su hijo.
Su reloj, un par de yugos
con las iniciales R. R., sus espuelas, su cinturón, su sable, todo, todo lo que
representaba una prenda de valor le fue entregada al Coronel, que
abismado, en medio de su cruento dolor, recibía aquellas pruebas de respeto y
consideración.
Aunque
un tanto dictante, se dispuso una excursión al campo de batalla, para recoger
los restos y darles sepultura. Llegaron al lugar: uno de los primeros
esqueletos era el de Raúl. No existía sino la osamenta: todavía cubría su
pierna una de sus polainas, prenda que sirvió para principiar la
identificación; pero cuando se mostró el cráneo al infeliz anciano, este lanzó
un grito de dolor al reconocer por la dentadura la calavera de su hijo.
Pero
otra cosa le angustiaba más: un omóplato lo tenía hendido por un tajo del
terrible machete:
Raúl había sido herido por
la espalda: había huido frente al adversario. Fue necesario explicarle
la angustiosa situación y que si volvió la espalda fue después de señalados
actos de heroicidad...
Los
preciosos restos fueron sepultados. Los cubanos se disputaban el deber de
consolar al afligido padre y ellos mismos, cavaron la sepultura en que, lleno
de recogimiento, depositaron los restos del heroico joven.
Había
el coronel R. cumplido su misión. Necesitaba después de su herida, la más honda
que confesaba haber recibido, buscar el consuelo del hogar, el calor de su
esposa y de sus hijos, pero antes de marchar y abandonar para siempre la tierra
que guardara los restos adorados de su hijo, solicitó nuevo permiso para
visitar su tumba y este le fue concedido. Había una distancia de un mes entre
una y otra visita.
Volvió
a nuestro campo: regó nuevamente con sus lágrimas la tumba de su hijo y una
tarde que descansaba en nuestro campamento, sito en Jimaguayú, rodeado siempre
de las mayores atenciones, hubo de presentarse un montero, uno de nuestros
tipos más curiosos y más dignos de estudio, que venía acompañado de su
inseparable pareja de perros. El coronel se distraía con la locuacidad del
nuevo huésped: sus ojos, sin embargo, se iban detrás de los perros, que le
acompañaban, hasta que por fin manifestó deseos de comprar uno de los animales.
El
montero, no consintió que se repitiera el deseo y tomando los dos por la cuerda
que los sujetaba exclamó:
—Aquí
están, son suyos: disponga Vd. de ellos. El Coronel escogió el que le pareció más aceptable y
cuando fue a entregar una moneda de oro al cazador, éste, impelido por el
espíritu generoso de nuestros guajiros, exclamó:
—¡Oh! no: yo no lo vendo, yo se lo
regalo al afligido padre del mártir Raúl.
Para
el coronel aquel perro fue una adquisición. Lo bautizó con el nombre de
Mambí y cuando se encontraba a solas con él, en la intimidad de sus
pensamientos, se le oía, acariciando al perro en triste soliloquio exclamar:
“Ahora
Mambí irás a una tierra muy distante. Serás el espíritu de mi Raúl: servirás de
consuelo a una madre que vierte sus lágrimas a raudales, v nos servirás de
compañía en nuestras tristes horas, cuando hablemos de esta tierra tan hermosa.
como ingrata, al recordar al hijo que por siempre ha de guardar en su seno”.
Tomado de
Social. Vol. IX, Núm.2, La Habana, febrero, 1,924, pp. 29 y 65.
Fuente: https://www.elcamaguey.org/fernando-figueredo-episodio-historico-guerra-diez-anos
Nota
del Editor: El texto
procede íntegramente de elcamagüey.org. Para facilitar la lectura,
hemos separado párrafos del original a los efectos de dar mejor visión del
texto. Las cursivas, negritas, subrayados y comentarios entre
corchetes [ ] son del Editor. Salvo estos “detalles” todo es del
original. Este artículo pudiera servir para enseñar nuestra historia por la
Libertad, a las nuevas generaciones. Esto sí sería una “clase de moral y
cívica”. R.
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