miércoles, 1 de mayo de 2024

El trajecito azul.

Hoy, 1º de mayo, Día Mundial de los Trabajadores, dedico este trabajo a quien fue un organizador y dirigente sindical de base durante la mayor parte de su vida: Miguel Ángel como seudónimo y Miguel a secas para sus amigos. Nunca tuvo prebendas ni “comisiones” de la patronal, ni de partido político alguno. Honrado moral y económicamente. Sirva su vida de ejemplo, tal vez, para alguien. Romel.

(Aproximación a una época y a una vida, tal vez, demasiado larga.)

El hombre, lo que quedaba de él, quería morirse, pero el cuerpo deseaba seguir viviendo. 

¡Qué cuerpo más bruto!, pensaba el hombre.  Sí, lo único que le quedaba era pensar. Aquel cuerpo formidable no quería rendirse, dejarlo descansar.

Aunque ya no controlaba sus fluidos, como pudorosamente decía el médico, todavía funcionaba. Corazón de hierro, hígado de bronce, riñones de oro, pulmones de acero. Calcio para dar a quien le faltara. Fotos del Editor.

Durante más de ochenta años había fumado sin parar y aquellos pulmones seguían oxigenando su sangre, la que ya no quería. Verdad que con un enfisema que lo ahogaba y hacia escupir continuamente, pero funcionaban.

Durante treinta o cuarenta había tomado ron, aguardiente, Pedro Domeq, cuando podía, pasando por la bebida de los obreros, la de 25 centavos de Pati Cruzao, - aquel que en la etiqueta de la botella mostraba, abrazados, dos marinos borrachos con los pies cruzados -, que, dicen, era aguardiente de tercera de las bodegas Bacardí.

Bebió durante años sin límite, por fiestero y mujeriego, Bachata le decían, por el placer de divertirse con los compañeros siempre y en ocasiones con las rumberas, en competencias entre los más resistentes tomadores de ron, en toques de santo y bembé, él, que no creía ni en el Espíritu Santo.  Aquellos riñones lo aguantaron todo, al igual que su hígado; trabajaban sin una piedra, sin un cálculo, sin infecciones: pensó donarlos para algún joven que los necesitará. Le habían servido bien, pero ya no los quería.

Su corazón todavía mantenía la tensión: 8.0 de mínima y 13.5 de máxima. ¡Era el de un muchacho! Aquel corazón que se paralizó de miedo cuando lo detuvo la guardia rural, cuando lo comenzaron a colgar de una alta y frondosa guácima o cuando tuvo que matar para proteger a los compañeros en huelga o contra el delator de los planes de su célula conspirativa o cuando se paraba sobre los cajones de madera, tribunas de obreros en lucha, para arengar y orientar las acciones a realizar o...

Sí, aquel corazón lo había acompañado muchos años, casi todos malos, unos pocos regulares. Los buenos vinieron de viejo, con sesenta sobre las costillas y la tercera o cuarta compañera permanente.

Duraron poco, es verdad, porque a ella se la llevó el cáncer de manera cruel: primero, fue una bolita en un dedo del pie, después cortaron los dedos, más tarde el tobillo, siguieron cortando pierna y muslo y el cabrón seguía pa arriba: hasta los pulmones. Dos años de agonía, sin remedio. Todas las noches a su lado, sólo, sin hermanos ni hijos, porque siempre había sido un solitario.

Su corazón no se quebró entonces, que más hubiera valido que hubiera sido así, pues veinte años inútiles le habría ahorrado.

¡Mentira! ¿Por qué engañarse ahora, sólo con su conciencia? No había querido morir entonces, como ahora si quería. Como se consideraba un hombre práctico, con la muerta de cuerpo presente, se buscó otra compañera, el mayor de todos los errores de su vida, ahora lo sabía, demasiado tarde, muerta ella también.

En aquellos dos años había conocido la muerte de cerca, demasiado de cerca. La más terrible de todas, lenta, dolorosa, estúpida, sin salvación e inútil. Todo lo había visto en aquellas salas: niños muy pequeñitos sentenciados, hombres y mujeres en la plenitud de su vida frustrada, que no entendían cómo les había pasado esto a ellos. Ancianos, unos luchando todavía con todas sus fuerzas por seguir viviendo,  otros esperando, entre resignados e inconscientes, la muerte.

Sí, entonces había sentido un miedo diferente a todos los anteriores. Miedo a que esa muerte miserable le tocase también a él.

Aquel cuerpo le había servido bien, justo es reconocerlo. Demasiado bien. Ahora quería dejarlo y él se negaba. ¿Por qué había vivido tantos años mientras la muerte punteaba a su lado sin llamarlo nunca? No lo comprendía.

Cuando nació, allá por el 1,908, fue con una deficiencia genética. Eso lo aprendió seis décadas después. No podía asimilar la leche porque en su organismo faltaba la enzima que convertía la lactosa en alimento. La leche, de todos los tipos, era un purgante que le arrancaba la vida con cada vaso.

Casi muerto y sin que los médicos encontraran la causa, su pobre madre, hija de esclava y sin más sabiduría que la del pueblo, decidió ir probando los alimentos hasta encontrar aquel que le hacía daño. Descubierto el santo, fue fácil hallar el remedio: tisanas y jarabes, agua de cáscara de arroz, puré de bananos hervidos, malangas y frutas la sustituyeron.

Cuando de hombre, una de las muchas veces que estuvo preso en el castillo de El Príncipe por organizar huelgas y protestas contra la patronal y el tirano de turno, probó por vez primera el arroz con leche, se hartó de él; las consecuencias fueron que casi muere deshidratado. Nunca más lo comió. Esa deficiencia la transmitió a los hijos varones: es el único reproche que podía hacer a su cuerpo.

Después vino el hambre. A los siete años murió el padre. Había venido a luchar contra el mambí y se quedó en la Isla. Juntóse con la negra buena y con ella tuvo varón y hembra antes de morir, además de una modesta tintorería.  Quedaron en la miseria al apoderarse los dos hermanos del difunto del pequeño negocio. Los tres galleguitos habían venido a “hacer las Américaspara poder tener las 1,500 pesetas por cabeza que los “señoritos” pagaban para no hacer el servicio militar.

Cuando su compañero por más de veinte años sintió la llegada de la Parca, le pidió casarse para que no quedara desamparada y heredara la parte del negocio suyo de lavandería. Ella se negó: si había vivido veinte años a su lado, no iba a darle el disgusto con los hermanos en el momento de su muerte. Por tanto, a lavar pa la calle y limpiar en casa de blancos.

Ellos, a la escuela elemental mientras pudieron, después a luchar por la vida. Vender periódicos, limpiar zapatos, hacer mandados, limpiar casas cuando tuvo 13 o 14 años. También cuando pudo, monaguillo en la iglesia de Jesús del Monte. Como una cosa conduce a la otra, mozo recadero en los prostíbulos, con pagos en especie y alguna que otra vez en dinero. Allí también tenía un lugar donde comer y dormir.

La buena madre término con su bienestar: pobres, pero honrados. De chulo nada bueno iba a ser en la vida. Poco duró su enseñanza, pues murió dejándolos solos, allá por el 22, si fue más o menos por el 1,922.

Su próximo trabajo fue ayudante de proyeccionista de películas del cine Tosca.  El operador era un aragonés, anarquista o libertario, según lo quieran llamar. Como buen anarquista era autodidacta, instruido, culto, humano y humanista. Se dedicó a enseñar y educar al mulatico, a prepararlo para enfrentar la vida y la lucha contra el Estado opresor.

La Conquista del Pan” del gran geógrafo, anarquista y príncipe ruso, Pedro Alexis Kropotkin fue de sus primeras lecturas.  José Ingenieros y su “Simulación en la lucha por la Vida” y “El Hombre mediocre”, elementos básicos de su formación cultural.   Bakunin,- con su negación de toda autoridad sobre el Hombre -, el materialismo de Feuerbach y el anarquismo de Proudhon completaron su instrucción antes de llegar al marxismo y comenzar con “El ABC del Comunismo” de Nicolás Bujarin.  George Sorel le dio la base teórica sindicalista y de acción con su tesis de la violencia necesaria para la liberación de la clase obrera.

Aquellos sí fueron buenos años. A los diez y seis era un conspirador experimentado. A los diez y ocho renunció al anarquismo, convencido que su reino no era de este mundo. Pasó al anarco-sindicalismo y de ahí, como casi todos los luchadores del 20 y 30 del siglo pasado, al comunismo materialista y democrático, porque él era un “hombre práctico”, su frase preferida.

Con 20 años era un agitador profesional y organizador de sindicatos. Del transporte, del azúcar, de los textiles, que entonces se llamaban de la aguja, de todos aquellos donde lo enviara el Partido y reclamaran los trabajadores.

Una vez estuvo diez y nueve días sin bañarse: por camisa el pulóver, con la marca del disparo de un compañero asesinado en Nueva York, comiendo cuando podía, escondido de la Guardia Rural, la que ahorcó a más de uno por parecerse al mulato flaco del “pulóve”. Al final, regresó con la misión cumplida: organizados sindicatos de los azucareros en muchos ingenios (fábricas de azúcar de caña).

El éxito fue el comienzo del conocimiento de la diferencia entre la teoría y la práctica política, la diferencia entre el ideal y lo real. Demostrada su habilidad, valentía y capacidad organizadora, lo propusieron para ir a las escuelas de dirigentes en la Unión Soviética. Con 22 años, mulato y sus valores demostrados, era la promesa segura de un dirigente obrero internacional. Claro que la promoción tenía un precio, tal vez no demasiado elevado, había cosas de las que no se podía hablar allá. No eran muchas ni muy graves, es verdad, pero no le gusto el ocultamiento, la falta de honestidad entre compañeros, no fue práctico y no quiso ir.

Lo dejaron de “cuadro profesional”, como se decía entonces. El Partido asumía sus modestos gastos y su cuidado.  Su tarea sería buscar obreros con condiciones de dirigentes sindicales para el Partido, organizar huelgas, preparar sindicatos. Mantener el enlace con la Internacional Comunista. 

Fueron años de lucha y satisfacción. Por una causa justa y desinteresada. Los riesgos, las prisiones, el hambre, la muerte, no eran un precio demasiado elevado.

Lo malo vino cuando se equivocaron, cuando ellos, - el Partido y sus dirigentes -, en la lucha contra el tirano machado, entendieron que la huelga del transporte debía responder a demandas económicas y ordenaron el retorno al trabajo. Los obreros no lo aceptaron: entonces la huelga económica se transformó en política y general hasta la caída del Señor Presidente. ¡Caro pagaron su error de apreciación!

Peor fue después, cuando a un tirano sucedió otro, el sargento jefe del ejército, y ellos no comprendieron que las condiciones nacionales e internacionales habían cambiado y siguieron con los mismos métodos de lucha y presión social: así fracasó la huelga de marzo del 35, un mes después de nacido su primer hijo.

El hombre la recordaba bien: habían tenido que esconderse todos, perseguidos por las turbas que gritaban: “Ese es comunista... a cogerlo...” Las mismas turbas que habían aplaudido al tirano anterior y después, a su caída, habían masacrado a sus seguidores y robado cuanto pudieron apoderarse.

Su primer hijo había nacido en febrero y la madre, con el bebe en brazos, había tenido que abandonar la casa que les había dado el Partido y huir ella también. Fue una amarga lección de cómo las masas cambiaban de parecer según sople el viento, según les sirva a sus intereses. No la olvidaría nunca.

El hombre sonrió al recordar a la mujer y a su primer hijo. Estaban acostados en un camastro, en una casa del Partido. Leyendo, Kazan, perro lobo. Ella, “caballo grande, ande o no ande”, como le gustaban a él, intelectual, estudiante de escultura, poetisa, feminista y femenina, organizadora de las mujeres en la lucha por sus derechos, 20 años. Él, autodidacta, luchador reconocido y apreciado por su valor y capacidad, 22 años. El jergón era estrecho: la gasolina no debe estar cerca del fuego. Así comenzó la cosa. Como era lógico, pidieron permiso al Partido para estar juntos; fue el primer paso.

Cuando ella quedo embarazada, pidieron permiso para tener el hijo. El médico del Partido dijo que estaba muy débil y desnutrida para tener un niño, que su vida peligraba, pero ella se mantuvo firme: había roto con su otra patria, - pues era norteamericana por nacimiento: formación cultural y política -, más la pérdida de sus hermanas, familia, su pasado y su futuro por aquella unión y aquel hijo. Prefería arriesgarlo todo en la esperanza de sobrevivir. Lo logró, pero viviendo “a salto de mata”, sin ingresos ni ayuda, no tardó en “coger” la tuberculosis.

Había sido una buena compañera, tal vez no la mejor, pero se comprendían. Como ambos defendían el ideal del amor libre, sin ataduras burguesas, habían vivido 23 años juntos sin más exigencia que el mutuo amor, en una sociedad racista, machista, conservadora y puritana bajo el barniz de la indiferencia. Bueno, 23 juntos no, porque eran demasiado independientes, pero lo cierto es que dos años después de “firmar los papeles” se habían separado para siempre.

El tener ideales es poco práctico. Cuando el sargento pasó a Presidente, cuando se dijo por la dirección del Partido que tenía pasos progresistas y la Internacional ordenó detener la lucha social a cambio de lograr el reconocimiento diplomático de Rusia por los EE.UU. y la guerra imperialista fue transformada en la salvación de la Madre Patria Rusia y ahora sí podían ir cubanos a ella, se separaron del Partido y del apoyo y ayuda que les prestaba.

Él, agitador obrero profesional, tuvo muchas dificultades para encontrar un trabajo más o menos estable. Ella, intelectual de izquierda, feminista reconocida, las pasó verdes y maduras para hallar un sitio bajo el sol. Se hizo traductora de cuentos, novelas en inglés y de cuanto le diera aunque fuera un modestísimo ingreso.

Sí, pensaba ahora el hombre, había sido poco práctico. Había desperdiciado además, la oportunidad de su vida, de su familia, de ser rico, sin hacer mucho daño. Su hermana se había unido a un modesto chofer del ejército constitucional.  Por azares del destino, resultó ser el hombre de confianza, primero del sargento que dio el golpe de estado el 4 de septiembre, después devenido en Presidente de la República en 1,940.

Con los hombres del Partido en el Ministerio del Trabajo y la Central de Trabajadores, todos amigos suyos e incluso captados por él cuando eran simples obreros, con sus condiciones de dirigente obrero, hubiera logrado cualquier cargo que se hubiera propuesto. 

Durante sesenta años, al pensar en aquella oportunidad perdida, sentía una incomodidad interna que lo inquietaba siempre. ¿Había actuado bien? El precio fue muy alto: murió uno de sus hijos mellizos. Dos varones y la hembra sobreviviente fueron para centros de niños con padres tuberculosos; su compañera ingresada con un pulmón deshecho, fue una de las primeras a las que en Cuba se le realizó el neumotórax.

¿Qué habría sido de sus vidas si se hubiera dejado “pasar la mano” e hincar un poco los dientes en el jamón del dinero del estado? ¿Tenía derecho a renunciar a esa oportunidad? A veces lo dudaba. Otros, muchos otros, lo hicieron y él no era mejor que ellos: vivieron tranquilos y disfrutaron del poder y sus riquezas, con la frente en alto, mirando de frente y la voz alta.

Debía reconocer que no había sido práctico. Siguió con su sindicato y las luchas obreras, en ello puso el sentido de su vida.

Ahora que tenía tiempo, acostado o sentado todo el día y toda la noche, con un condón (preservativo) a modo de guante en su pene, con una manguera para recoger el orine que ya su vejiga no retenía, pensaba que su vida había tenido tres tiempos: uno, la de conspirador hasta los años 40; otro de dirigente obrero hasta los 55 y uno más hasta el 64. Después, había sido sólo el lento desgaste de su cuerpo y de su mente. Sí, más o menos coincidían con su edad física.

Cuando llegaron los barbudos los miró escéptico. Había vivido y visto demasiado. El buey viejo no aprende trucos nuevos. Ayudó, si, con lo que sabía hacer, organizar y educar a los obreros. Creó la escuela de superación con casi 400 alumnos-trabajadores. Mecánica, tornería, reparación de estructuras automotrices. Todos lo querían, Bachata, le decían los compañeros por su espíritu alegre, compartidor, limpio y directo. Todavía estaba fuerte: solo, de espaldas a la defensa,- el protector trasero de un ómnibus, era capaz de moverlo. 

Querían que ingresará en el nuevo partido: no, ese era un error que no iba a repetir.  Además, su sentido económico y político, su visión clasista de la sociedad, su formación materialista, no conjugaba con las nuevas ideas, con los nuevos-antiguos errores. Poco después apareció el inevitable oportunismo político, disfrazado de extremismo. El mismo que había conocido a la caída del tirano en los años 30. Los compañeros de viaje se acercaban al jamón, ahora que no había peligro. Todo el que les estorbará, era un enemigo de clase. ¡Cojones! ¡Decirle eso a ÉL! Se fue pal carajo, pa su casa, con su negra buena. 

Cuando ella murió tenía 75 años. Pensó hacer igual que Pablo Lafargue y su esposa Laura, hija de Carlos Marx, que decidieron y lo hicieron, que cuando llegaran a los 75 se suicidarían. Querían evitar lo que le pasaba a él ahora: la lenta agonía, la pérdida gradual de facultades, el sentirse inútiles para sí y carga para los demás. Sus vidas habían sido plenas y cumplidas, no tenía sentido seguir existiendo.

Lo habían hablado a veces su primera compañera y él. Tenían, como pareja, muchas coincidencias con Pablo Lafarge y Laura Marx. Con Pablo, él, por mestizo, luchador de barricadas, hombre de acción más que de teoría, organizador natural. Con Laura, ella, por culta, educada, brillante intelectualmente, dulce y firme, intransigente con los principios, dedicada a la lucha por los derechos y la igualdad de la mujer.

Cuando los mellizos nacieron el 26 de septiembre, igual que Laura Marx, fue inevitable que los nombraran Pablo y Laura, aunque él poco vivió.

Una cosa lleva a la otra, y el vivo-muerto pensó en los hijos y lo extraños que eran: no basta hacerlos, hay que educarlos y él no pudo o no supo o no quiso. Si, sus tres primeros fueron a parar hogares infantiles, donde los veía una o dos veces al mes. Pasó el tiempo en que se forman los afectos familiares y crecieron sin padres. Después… eso no se recupera.

Él, que no tuvo hogar, no sabía cómo atraerlos, cómo tener su confianza y afecto. Lo veían aparecer y desaparecer sin dar importancia al hecho y eso le dolía, pero no sabía la manera de ganarlos o tal vez, como era un hombre práctico, no otorgaba mucha importancia al cariño. Para colmo, los dos varones eran copia de la familia de su compañera, en nada se parecían a él.  

Un día se apareció en su trabajo un mulato de veinte y tantos, alto, bien plantao, preguntando por él. Cuando lo recibió, a quemarropa, le dijo: “Yo soy su hijo.” ¡Coño! Por poco se cae de culo. No hacía falta que lo dijera, pues era su retrato vivo. Jorge: mi medio hermano.

Sí, tenía hijos porque eran suyos, pero no existía el cariño paternal y fraterno. Él y ellos lo sabían. Respeto sí, admiración tal vez, amistad, es posible. Se portaban bien con él, ahora que no podía ni bañarse: lo cuidaban, vestían y atendían. Lamentaba el tiempo perdido, pero eso ya no tenía remedio. 

Sí, Pablo y Laura Lafargue tenían razón. Como dice la Biblia, recordando su época de monaguillo: “Hay un tiempo de acercar las piedras y un tiempo de alejar las piedras”, un momento donde la muerte no es un error, como reconociera Lenin, pero él amaba mucho la vida entonces. Su cuerpo estaba entero, casi como ahora, trabajaba la carpintería en la casa, leía mucho, oía las emisoras internacionales, era respetado y escuchado por jóvenes y no tan jóvenes. No tenía mucho sentido, para él, poner fin a su existencia.

El problema comenzó a los 90 años. Primero un ojo, el nervio óptico, después a leer con lupa. Más tarde no pudo leer más. Quien durante 80 años no había dejado un día de leer, desde la primera página hasta la última de los periódicos, por costumbre conspirativa, ahora no podía hacerlo. Pero todavía podía oír la radio, hasta que ni eso pudo: se rompió su radio grande y con el moderno que le regaló el hijo no se entendía; no encontraba las bandas ni sus emisoras... El mundo se cerró para su mente.

Ahora no quería seguir viviendo. ¿Para qué? Pero aquel cuerpo se negaba a rendirse. ¿Sería terco el cuerpo? Ya estaba cansado y quería que lo dejara dormir para siempre.

Ahora que tenía tiempo, demasiado tiempo, a ratos se preguntaba el sentido de su vida, sí había valido la pena vivir tantos años.

Todo lo había visto: desde el surgimiento del Estado de los trabajadores, hasta su caída, porque no lo era. Desde aquel primer neosalvarsán contra la sífilis, pasando por la sulfa, hasta los nuevos medicamentos con que ahora le estaban tratando. La radio de galena, con la piedrecita, el alambrito para encontrar las emisoras y unos auriculares para oírlas.

Ahora recordaba haber comprado una a su hijo mayor, iniciándolo en la electrónica. La maravillosa tecnología de la televisión, aunque su contenido fuera una mierda que no resistía, el cine de tercera dimensión, el hombre en la luna. Desde los coches tirados por caballos hasta los aviones supersónicos. Sí, todo eso era bueno, pero no era por lo que él había luchado, sacrificado su vida y la de su familia.

Tenía dudas si había valido la pena tanto sacrificio estéril. ¡Mentira! El sacrificio no había sido estéril, esto era una pendajada de viejo cobarde y él lo había sido pocas veces. Sí. Había valido la pena vivir la vida.

Recordaba las jornadas de trabajo de 12-14 horas diarias. Ahora eran de 44, 35 e incluso de 30 semanales. Recordaba que los obreros no tenían derechos de asociación, de huelga, de representación. Ahora sí. Las mujeres, las más jodidas, tenían que ocultar sus matrimonios para que no las echaran del trabajo y eso había ocurrido el otro día, hasta el 40. Los salarios eran menores para ellas, no tenían atención ni hospital materno, tenían que acostarse con los jefes o no trabajaban. Eso se había acabado, bueno, casi acabado.

Recordaba la Ley del 50 por ciento que daba la mitad de las plazas a los cubanos, a la que ellos, el Partido, se había opuesto, por consideraciones ideológicas, al estimar que todos los obreros eran hermanos, desconociendo que los cubanos no tenían derecho al trabajo en su Patria, que los sobrines de los gallegos eran quienes ocupaban los mejores puestos y servían de rompe huelgas. Si, aquello también se había terminado.

Las cajas de retiro para los trabajadores ancianos o enfermos, verdad que era una miseria lo que recibían y que los políticos robaban mucho, pero era un avance y una conquista.

Había visto a los barbudos y su obra. Verdad que creía que no habían construido para el futuro, pero también habían hecho muchas cosas que no tendrían marcha atrás: no habría más desalojos campesinos, la educación seguiría siendo universal, la discriminación racial se termino, la educación de todo el pueblo era un avance enorme.

Sí, en el tiempo que había vivido, mucho había cambiado el mundo y para bien, con eventuales retrocesos, como es la historia humana, pero avanzando, como diría Lenin, “dos pasos adelante, uno hacia atrás.” Había valido la pena vivir y luchar.

Ahora estaba cansado, muy cansado. No quería ni un médico más, ni un pinchazo más. ¡Que se jodiera el cuerpo de mierda!

Ahora sólo quería que la hija sacará su trajecito azul, aquel que había guardado durante años en su baúl de viejo, con sus papeles de viejo, con sus recuerdos de viejo, lo repasará y planchará, que le pusiera su dentadura postiza, aquella que le había quitado por miedo  que se ahogará con ella, lo peinara y afeitará, con camisa blanca y la corbata bonita que le había regalado el hijo hacia años, y bien vestido y arreglado, lo pusieran en su caja, que los amigos y los vecinos dijeran:

“¡Quién diría que tiene 97 años!  Este es un viejo bien plantao: ¡que bien le queda el trajecito azul!  Ahora sería, al fin, ¡también él, un poco el infinito!

(A la memoria querida de quien me dio la mitad de la vida; aquel que decía: “hay que ser práctico en la vida” que murió y vivió como un idealista. Romel.)

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jueves, 21 de marzo de 2024

274. El indiscreto encanto del placer ajeno o “Escenas de la vida en provincias”.

Esta narración tiene dos partes: la primera en el siglo XX. Transcurre en un ómnibus de pueblo e intenta ser una versión libre de un capítulo de la Comedia Humana de Honoré de Balzac. La segunda, trata jocosamente algunos personajes de la Divina Comedia de Dante en el siglo XIV. Ambas son obras de dos grandes de la literatura mundial: Balzac lo humano y Dante lo divino. No es más que una distracción literaria sin otro propósito que hacer sonreír, y pensar, al lector. Por Romel H. Zell.

Para aquellas/os que se consideran librepensadores les recomiendo Eloísa - Wikipedia, la enciclopedia libre.  “… nacida alrededor de 1,092 (2) y fallecida en 1,164 fue una intelectual de la literatura francesa de la Edad Media,…  las cartas de Abelardo y Eloísa se consideran el monumento fundador de la literatura francesa de finales del siglo XIII. La vida de Eloísa fue una de las más novelescas, constituyéndose de este modo en la figura legendaria de la pasión amorosa que sobrepasa el amor cortés,…”. 

La Comedia Humana. Me gustaba, gusta, esa mujer. Era, es, mi tipo. No era, es, hermosa, ni siquiera bella. Normal. Trigueña: encrespado el pelo, - corto, largo, ensortijado: según la moda-, entre 33 y 38 años; plena madurez física, sexual y mental.  Ni demasiado joven ni habiendo corrido tanto mundo que lo sabe todo antes que abras la boca: todavía con ilusiones, pensaba.

No muy alta ni muy pequeña: 1.55 a 1.65 más o menos. Piernas largas, bien torneadas, - las que me sacan de quicio -, que nacían o terminan, - según se mire -, en nalgas firmes, redondeadas, ni muy grandes ni aplastadas.

Reconozco que sus ojos no eran, son, los que más me agradan: negros, pequeños y sí, reidores, en ocasiones inquisitivos. Los prefiero más grandes, pardos, serenos y dulces, - como los de mi mujer -, pero aquellos no estaban mal dentro del conjunto. De boca atrayente, ni bembona ni una raya. Me agradan más los gordezuelos, pero sólo sin mácula es el Señor.

Sobre todo, el perfume que usaba, usa: una locura sentirla pasar cerca. No en exceso; ni falta que hacía, hace. Lo justo para quedarse poseyéndote todo el día. No era Chanel, ni Givenchy, el que gusta a mi mujer. Era, es, perfume de brujas, de embeleco, de locura. Senos que resaltaban su pecho, pero ni demasiado grandes ni demasiado pequeños, vaya: lo justo para ser amados.

La veía todos los días, al menos una vez: por la mañana al ir al trabajo ella o cuando regresaba de él. Cambiaba de vestir y de peinado con frecuencia, pero nunca de perfume. Siempre con gusto: ropa ajustada que destacaba su figura, sin ser exagerada.

Éramos, somos, vecinos cercanos de la primera salida del bus y, por tanto, tenemos asientos para escoger. Modosita, se sentaba cerca de la puerta trasera, sola, aislada. Como debe ser. 

Disfrutaba discretamente de su presencia, lo hacía un poco hacia atrás de ella, pasillo por medio, solo también, como corresponde a quien quiere dedicar su tiempo y atención a lo que le interesa y no a conversar de fútbol, o del tiempo. Me recreaba observándola con discreción, creo, pues casi siempre hay otro que también ve, analiza y valora.

Tardé algunas semanas en darme cuenta que algo estaba ocurriendo ante mis ojos, aunque bastante más en encontrar qué, quién, era.

En la siguiente parada del bus subían seis o siete personas. Mayores que iban al hospital y jóvenes para su trabajo. Todos conocidos, como es normal en un pueblo y, como también usual, intercambiaban saludos, noticias y chismes entre los pasajeros.

Una chica simpática, de veinticinco a treinta, de risa fácil, no muy llamativa, acostumbra sentarse delante de mí y entablar conversación, pasillo por medio, con un joven agradable, de barba cerrada que, ¡Oh, desgracia!, se situaba detrás del objeto de mi atención. Naturalmente, saludos y sonrisas normalitas van y vienen entre los viajeros, más entre unos que entre otros, según el grado de intimidad y los años de amistad: nada fuera de lo común, pensaba.

El chico, como atrayente que era, bromeaba con todos, especialmente, con todas. Agradable, sin pasarse. Su preferida para chistes y conversaciones intrascendentes era la joven que, con inteligencia y habilidad, pasillo por medio y transversales, intercambiaba informaciones y ligeros piropos entre ambos.

Ella miraba de reojo a la chica, - sonriendo como el perro con la boca picada por una abeja-, prestando atención a lo dicho entre ellos.

Así, día tras día, hasta que, poco a poco, me di cuenta que había algo más que simple amistad entre mi elegida y su compañero de viaje.

Nada llamativo: sólo una sonrisa fugaz, capaz de derretir un témpano por parte de ella al él abandonar el bus, o unas breves palabras, dichas en voz muy baja y apresurada que delataban, al observador atento, una relación más profunda.

¡Joder! Menudo tonto de mí. De todas formas, la observación adquirió una nueva motivación: presenciar un capítulo más de La Comedia Humana.

La divina Comedia: Dante la creó hace más de setecientos años, dedicando catorce a escribirla. Inspirado por su amor a Beatriz, - joven que muere a los 20 años, la que sólo vio en tres ocasiones y con la que nunca intercambio palabra. Está clarísimo que el tío estaba un poco ido y totalmente enloquecido por la chica. Para más inri, Beatriz encarga al poeta Virgilio que la conduzca durante su viaje iniciático por el Infierno y el Purgatorio, reservando para ella el Paraíso, donde le llevará hasta la presencia del Señor. (inri: significa "Jesús de Nazaret, rey de los judíos").

Desde luego, Dante (1,265-†1,321) toma justa venganza contra sus enemigos personales y de la patria que anhelaba: la Italia unificada, separado el Estado de la Iglesia y, por si fuera poco, una Europa unida bajo un emperador culto y capaz. ¡Que viejo es el anhelo de la Comunidad Europea y que tontos son los Hombres en pensar que otro, igual que ellos, será capaz de conducirlos siempre!

Estudió los hombres y mujeres, sus virtudes y defectos. Los agrupó según su grado de pecado o pureza y los colocó en uno u otro de los nueve niveles del Purgatorio, el Infierno y el Paraíso.

Como vemos, estaba equivocado además de un poco flojos los tornillos.  Hombres y mujeres no son una sola cosa, blanco o negro, puros o impuros, santos o pecadores. Todos tenemos un poco de todo: en un momento héroe; en otro villano, siendo los mismos.

Algo parecido hizo hace doscientos años Honoré (¿Honorato?) de Balzac, - (1,790-†1,850) solo que más cercano al mundo real y, en especial, a la sociedad francesa posterior a la Revolución. También estudió la vida y actuación de mujeres y hombres: sus vicios, defectos y virtudes, pero no en razón de sus pecados, sino por sectores.

Balzac no recorrió al Purgatorio, Infierno ni Paraíso: le bastó el medio social en que vivía: la ambición de poder o de riqueza, la avaricia, la mezquindad humana en todas sus facetas. Se propuso hacerlo a través de noventa y una novelas que escribió y las cuarenta y seis que esbozó con las que se proponía terminar el estudio completo su sociedad lo que, por suerte, con perdón de escritores y admiradores de Balzac, La Parca le impidió. 

El conjunto de su obra comprende más de dos mil quinientos personajes y obras tan trascendentes como Papa Gorriot, Las ilusiones perdidas, La piel de zapa y Eugenia Grandet. Analizó críticamente la vida parisina, provincial, privada, política, militar y campesina en sus reales términos; sin falsas glorias y cruda realidad. Como vemos, no ubicó sus protagonistas en Infierno, Purgatorio y Paraíso, sino en el diario quehacer.

Curiosamente, también tuvo su Beatriz. En 1,832, comenzó una larga correspondencia y relación con una admiradora: nada menos que condesa y polaca.

Balzac ya no era un niño, ni siquiera un jovenzuelo. Mucho mundo había corrido a sus 33 años, pero el amor es el amor y más a la distancia, aunque algunos contactos aislados mantuvieron en vida del santo esposo.

Balzac estaba en la más completa ruina, - escondiéndose de cuanto deudor lo acosaba por su fracaso como editor, cuantiosos gastos, lujos y mujeres-, y ella era de la más rancia nobleza. Nada: la pareja ideal.

La señora condesa prometió casarse con el gran escritor realista ¡cuando muriera su marido!, cosa que ocurrió 9 años después de iniciada la relación, es decir, con 42 añitos el buen Honoré. Pero, para mayor gloria y luz de este ilustre amor, no se casaron hasta después de otros nueve años, por lo que ya Balzac tenía 51 primaveras. Como ven, el amor no entiende de edades ni de tiempo, pero la Vida es muy curiosa en su forma de proceder, diría que irónica, pues se casaron en marzo y Balzac murió en agosto.

El hombre que fue capaz de crear más de 2,500 personajes, escribir un ciento de grandes obras y dejar pendientes otro tanto. Que retrató con veracidad la sociedad de su época desde antes de la Revolución Francesa hasta las turbulentas rebeliones populares de 1,848, no percibió que le faltaba un personaje fundamental a su gran obra: la pura relación entre los seres humanos, al margen de los intereses, las mezquindades, ambiciones y traiciones. Faltó la vida de una pareja, que completaba realmente la Comedia Humana: la suya.  

Como ven, el interés de un hombre por una mujer y a la inversa, va mucho más allá de lo simplemente racional, material o económico.

Desde luego, hace rato que sé tienen una pregunta en la punta de la lengua, esperando que concrete el tema: ¿por qué, si te agradaba, agrada, tanto y descubriste que no era una monja de clausura ni cosa parecida, por qué no la enamoraste?

La pregunta es válida y sencilla, pero la respuesta requiere alguna explicación. Según mi esposa y muchas de mis amigas, tengo facilidad para relacionarme con las damas, soy agradable, atento, cortes, culto y físicamente interesante. Todas estas cualidades facilitan que las relaciones personales pasen de la simple amistad o conocimiento, a algo más íntimo.

Estas facilidades están limitadas por tres factores importantes: una, que durante mi juventud fui un solitario, apenas con relaciones femeninas, metido a tratar de cambiar el mundo, pensaba que para mejor: pasó el tiempo en que esas relaciones se podían establecer con facilidad, naturalmente, como hacen los jóvenes.

La otra es que amo a mi compañera desde hace muchos años, que no me gusta mentirle y, cuando lo hago, ella lo descubre nada más que mirándome a la cara, pues todavía me sonrojo como un muchacho de 15 cogido en la mentira.

La última, para ser totalmente sincero, es que tengo 79 años: ¿Se imaginan la cara de ella si me atreviese a decirle, nada más, que un pequeño requiebro?

La trompetilla todavía estaría escuchándose. Por ello, sigo mirando, que no es lo mismo que ver, disfrutando del fruto prohibido para mí, no para otros, que sí lo pueden saborear y que lo disfruten, mientras puedan.

Dicho lo dicho, debo confesar que, a ratos, me corroe la duda cuando recuerdo el refrán: “En todo momento es mejor arrepentirse de lo que he hecho o he dicho y no quedarte con la interminable pregunta: ¿Qué habría ocurrido si hubiese hecho; si hubiese dicho?”

Para leer sobre mi tumba.

Oh Madre Tierra, escucha:

te devuelvo una vida que no supo

de miedo ni esperanza, ebria de lucha;

en la que todo cupo,

y a la que nada humano le fue extraño.

Si la tocó el dolor, es cuenta mía;

Yo quiero ahora recordar tan sólo

la dulce plenitud de cada día:

la cópula del sol y la gota de agua

que en la punta de una hoja tiembla, pero no cae;

el rojo terciopelo de la fragua

cuando ya el fuego muere, terminada

la ciclópea jornada;

de la parda cebolla la cáscara iridiscente,

y el rostro bueno de la humilde gente.

Todo esto vi, todo esto amé, todo esto,

¡Oh Madre Tierra, escucha! - todo esto fue mío,

y mucho más también. Si hoy, en el gesto

con que te lo devuelvo, no hay desvío

ni pesar, tú no pienses que es por no haberlo

(amado:

es porque sé mi plazo terminado

y me hundo en el no ser sin miedo ni esperanza.

 

No hay Dios, no hay otra vida

sino ésta de la carne, y no le alcanza al

al hombre lo que de él en tus retortas

puedas hacer después. El hilo cortas

del pensar y el sentir, cuando, vencida

nuestra hora, nos llamas,

y ya nada nos toca. Tú sí amas

tu obra: por igual, uno por uno,

la misma paz a todos. No juzgas a ninguno:

para ti somos algo con que hacer otra vida,

y nada más. Un poco de material humano,

no demasiado bueno para hacer un gusano.

 

¡Oh Madre Tierra, escucha! Tú me diste

ese viejo afán mío de avasallar las cumbres,

y por eso, quizá, fui un poco triste.

Ahora ya no importa. Ya las lejanas lumbres

de los astros no vibran para mí como un grito

de ingente desafío: no habré de conquistarlas,

pero no importa. Escucha:

ahora yo también soy un poco el infinito.

 

Te devuelvo mi vida, ebria de lucha.

Gracias por todo: fue una buena vida.

Y si con este material humano

formas el cuerpo fofo de un gusano,

o los pétalos blancos de un narciso,

u otra vida, talvez, como mi vida,

me es igual. Ya mi hora está vencida:

en él no ser me hundo sin un grito,

y soy al fin un poco, - ¡también yo! – el infinito.

 

De Cunda y otros poemas, La Habana, Cuba. 1,962 AÑO DE LA PLANIFICACIÓN. Poema de Rosa Hilda Zell y Peraza, (1,910-1,971). Murió en La Habana, a las 05,00, al ella retirar el oxígeno que la mantenía en vida artificialmente.


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