miércoles, 18 de mayo de 2022

256. CUESTION DE VIDA O MUERTE.

Al lector: A continuación de la publicación Mangoconarroztres, dedicada a temas generales de y sobre Cuba, publicaremos en días posteriores una narración sobre nuestra lucha por la libertad contra la tiranía de batista. Este es el segundo episodio. Espero que sirva a los cubanos actuales para apreciar, conocer el valor y sacrificio de combatientes y ciudadanos que,- a riesgo de la vida propia y de quienes los ayudaban-, lucharon contra el tirano por un mundo mejor para todos los cubanos. El Editor.

Por Aldo Rivero Palenzuela (El Bromo). Narración de su libro “Años de Rebeldía”.

Marcelo Salado Lastra. Foto Ecured.

“Su infancia y juventud se desarrolló en una familia humilde, de 5 hermanos. De niño para la pesca submarina se fabricó su propia escopeta de caña brava y una careta de buceo. ​Así comenzó su gusto por la pesca submarina, deporte en el cual llegó a ser campeón nacional en 1,956. 21 de mayo de 1,927; Caibarién, † 9 de abril de 1,958; La Habana.”

Marcelo Salado - Wikipedia, la enciclopedia libre

Galiano era una de las calles más populosas de la Capital. Decenas de tiendas por departamento como bares, cafeterías, cines, con el gran edificio del Ten Cent, visitado diariamente por miles de personas.

Aun a esta hora de la noche, la deslumbrante iluminación de la calle era atrayente. Cientos de letreros lumínicos imprimían al pavimento una tonalidad multicolor.   

El tránsito de guaguas,-ómnibus-, y autos,- carros-, era muy intenso, así como el ir y venir de cientos de transeúntes que dificultan el andar.

Ha bajado de una guagua unas calles antes de llegar a la calle Reina.  Se confunde entre las gentes por los espaciosos portales y de súbito, tuerce a la derecha, entrando en una moderna construcción de apartamentos.

Sube presuroso por una amplia escalera tapizada de grandes azulejos blancos, rematados por bellas cornisas color vino. Los escalones son anchos, de mármol blanco. Llega a su destino: un apartamento en el segundo piso. Donde hay solamente otras dos personas. Llama discretamente en el número dos. Sabe que lo están observando desde dentro por la mirilla.

Mirta abre la puerta. Se saludan en forma breve y en voz baja. Ya instalado en la sala, le dice que su esposo se está bañando. Son cerca de la diez de la noche.

Fernando aparece por una puerta lateral, vistiendo un pijama azul, de mangas ribeteadas. La saluda afectuosamente y pregunta: ¿Comiste?, -Sí, algo en El Siglo Veinte. -Bueno, Mirta está preparando unas boberías. Si quieres, comes con nosotros y refuerzas un poco.

Le responde negativamente con la cabeza y él lo invita a sentarse frente al televisor. Intenta prestar atención a un film norteamericano de crímenes, pero no lo consigue.

La pareja ha terminado de comer; mientras Mirta recoge la mesa, Fernando, percatándose de que está preocupado, pregunta: -Qué Alejandro, ¿ha pasado algo? -Sí. Esta mañana encontramos  otro compañero muerto. Era alguien muy querido. Colocaron una bomba y una pistola cerca de su cadáver.

-Más crímenes... exclama... ¿Cuándo terminara todo esto? Todos los días aparece un joven asesinado.

Se levanta y con pasos presurosos se dirige al cuarto, regresando con un cigarro en los labios, mientras, con sus manos, juguetea nerviosamente con la fosforera y la cajetilla.

Mirta ha escuchado parte de la conversación: se acerca agitada, nerviosa. Asesinaron a otro compañero, le explica Fernando. Ha aparecido esta mañana en el parque de la Normal.

Mirta, con evidente nerviosismo, se alisa el pelo rubio con ambas manos, mientras que una y otra vez se retuerce los dedos con desesperación. Sus bellos ojos verdes parpadean nerviosamente mientras exclama, mirándonos a la cara: Terrible… terrible. ¡Hasta cuándo será esto, Dios mío!, ¡Esta gente va a acabar con nuestra juventud!

Fernando pide a Mirta que traiga un poco de café para tratar de la disipar la densa atmosfera que pende sobre todos en el confortable apartamento.

Regresa al momento con dos bellas tacitas azules. Fernando bebe de un sorbo e inmediatamente, con premura, enciende otro cigarro, exhalando blancas bocanadas de humo que se tornan plateadas, al entremezclarse con la luz que despiden las imágenes del televisor.

No pueden, aunque lo intentan, ocultar la ansiedad, la incertidumbre y el sobresalto que los embarga. Tratan de prestar atención a la película, concentrándose, pero no lo logran. Deben estar pensando, entre otras cosas, en el peligro que corren con su presencia en la casa.       

Siente, muy dentro de sí, gran pena por ellos. Son un matrimonio joven, de algo más de treinta años, bancarios. Económicamente no tienen dificultades y un futuro por delante. Se aman y, antes de su llegada, vivían sosegadamente. No corrían peligro alguno. Se divertían con frecuencia, realizando visitas a numerosos amigos. Todo se había interrumpido con su irrupción en sus vidas, cuando aceptaron esconderlo en su casa. Había sido un hermoso gesto que agradecía desde el fondo del corazón.

Se da cuenta de que están pensando cosas diferentes. Decide retirarse a dormir y, simulando cansancio, se pone de pie. Dice a Fernando, que mañana tiene que levantarse temprano y se retira a la habitación que han destinado para él. Mirta se apresura en apagar el televisor mientras su esposo enciende otro cigarro. Se despiden amablemente deseándose mutuamente buenas noches.

Ya en el cuarto, enciende una pequeña lamparita y comienza a desvestirse. Coloca los peines de la pistola dentro de sus zapatos, se quita la camisa y del bolsillo trasero del pantalón, del que nunca se separa, presto a saltar de la cama a la menor señal de peligro, extrae la billetera. Es su pequeña y nocturna dosis de nostalgia. Allí está la foto de Gema, la joven que ama.

La contempla larga y detenidamente, con melancolía y sin quererlo, para sus adentros, se pregunta: ¿Llegare al final, podré estar a su lado alguna vez?  El peligro acecha por todas partes, estando siempre cerca de él, la muerte, por ello, lo único que ha hecho, en los últimos tiempos, es huir de ella, esquivándola, haciéndola más distante y menos real, sin perder de vista, que siempre estará en su vida.

“Gerardo Abreu Cantero. (Fontán)…, nació el 24 de septiembre de 1,931 en Villa Clara, procedente de una familia humilde…, †1,958.

Enio Leyva Fuentes, compañero de lucha de Fontán hasta julio de 1,956, ofreció testimonio: (…) “Lo recuerdo como un joven extrovertido, muy bromista, que empleaba la ironía con tal elegancia que era capaz de educar con expresiones tan sutiles, las cuales en boca de otros hubieran sido hirientes”. Fontán está presente con su nombre en un preuniversitario del municipio de Centro Habana. Hay fotografías del mártir por doquier, pero pasan inadvertidas, al igual que las tantas biografías que nadie lee, pues en un sondeo realizado en el centro, a 95 estudiantes de un total de 302, en décimo grado, 70 de ellos desconocían por completo al revolucionario, a pesar de ser el mártir de su escuela.

En la parada de Infanta y Santo Tomás, Abreu fue reconocido por el agente Pablo Núrquez, del Buró de Investigaciones, que lo conocía por haberlo detenido en una ocasión. Fue salvajemente torturado en la Novena Estación de Policía, pero no delató a nadie”.

https://islalsur.wordpress.com/2019/10/03/clandestino-en-la-memoria-de-su-gente/

Apaga la lámpara y hace esfuerzos por dormir. Queda entre dormido y despierto, con un estrepitoso carrusel dándole vueltas en la cabeza. Por fin, se duerme; agitado e incómodo, con visiones en los sueños que se suceden una tras otra.

Despierta de un salto en la cama. Están tocando fuertemente la puerta. Es próximo a la una de la madrugada. Se viste presuroso, toma los peines de la pistola de sus zapatos y pone una bala en el directo, saliendo resueltamente a la sala. Han encendido una tenue luz, pudiendo observar a Fernando y a Mirta abrazados por la cintura, pálidos, temblorosos, aterrados. Al verlo, pistola en mano, empeoran. Le inspiran pena, compasión, en su ingenua juventud y amor. Deja de pensar en su situación. Es verdad que lo han ayudado mucho, pero es evidente que no están preparados para enfrentar la muerte, sobre todo ahora, que la presienten tan cerca. Siempre fue una ética en la práctica diaria, pensar y preocuparse más por los inocentes, las mujeres, los niños, los ancianos y los que no formaban parte de la lucha contra la tiranía.

Ante aquella entrañable visión de amor, que lo conmovía, de parte de los que tanto habían ayudado, en tantas noches de peligro, decide no presentar combate, lo que sería una muerte segura para ellos.

Sí. Coloca por fin la pistola sobre un mueble cercano. Tiene el martillo levantado, amenazante y por fin les dice: -Abran la puerta. No teman. No voy a ofrecer resistencia

Vuelven a llamar insistentemente, ahora con más fuerza. Del otro lado de la puerta, gritan: -¡La policía!

Mirta, como quien camina hacia el patíbulo, indecisa, tambaleante, se dirige a la puerta: apenas la abre una manada de lobos hambrientos ha irrumpido en la sala. Portan armas automáticas. Algunas pistolas, los encañonan y, gritándoles, les ordenan levantar los brazos, procediendo a registrarlos brutalmente. Alguien saca de su ropa la billetera y la entrega al Jefe del grupo, quien la abre y dirige una escrutadora mirada a la foto de mi amor.

-¿Y ésta? ¿Quién cojones es? Él balbucea... Mi hermana... le contesta intentando ser natural. Cómo te llamas. -Alejandro, responde. Alejandro qué. Alejandro Gómez.

-Así que Alejandro Gómez, maricón. Tú vas a ver; cuando lleguemos a la Novena, cómo te acuerdas de tu verdadero nombre. ¡Hijo de puta!

Suben y bajan por las escaleras. Han virado el departamento al revés, registrándolo todo. De pronto, el acogedor lugar quedo convertido en un infierno. Los libros tirados por el piso, las gavetas volteadas, con las cosas de su interior dispersas por todas partes.

Los colchones quitados de las camas, las almohadas rasgadas, buscando en su interior quién sabe qué. La cocina no ha sido olvidada y para no dejar de destruirlo todo, el refrigerador ha sido víctima también de los desmanes.

Se han apoderado de su pistola, de la que han retirado las balas. Se llevan, fuera del apartamento a Fernando y a Mirta, blancos como la cera, más bien fantasmas horrorizados con la sorpresa del inmediato destino que les espera.

Los pierde de vista escaleras abajo. Sólo puede escuchar los sollozos de la joven cuando repetía a Fernando. Te lo decía... Te lo decía...

Los otros apartamentos permanecían en el más absoluto silencio. Todos deben estar escuchando detrás de sus puertas, pero el resto de los pisos del edificio, semejan un cementerio de puertas cerradas.

Lo esposan cruelmente. Golpes de puño y culatazos de los M2 en las costillas. Lo bajan del apartamento a empujones y puntapiés, golpeándolos por los riñones y el cuerpo. Dos esbirros lo sostienen para evitar que caiga al suelo.

Han llegado a Galiano. Ahora no ofrece la visión de vida que tenía cuando lo recorriera a las diez de la noche. Solitaria, apenas si hay autos. Los escasos transeúntes se esconden ante el espectáculo de la detención que llevan a cabo. Aquellas fieras nocturnas sólo inspiran temor.

Próximos a la acera hay varios carros oficiales; escucha la voz resonante del locutor que, desde el control de radio, imparte órdenes y más órdenes:-Carro placa 83210, Buick, color rojo. Transita sospechosamente por 23, en dirección a Malecón. -Adelante, carro 83. Positivo, proceda como conoce. -El registro de la calle Galiano es positivo. Regresamos al lugar.

De un tirón lo introducen en uno de los carros. -Cojan por Reina a Carlos III y de allí a Zapata. Destino 9na. Estación. [Aunque en casi todas se torturo y asesino a luchadores contra la tiranía, las más “destacadas” fueron la Quinta Estación, la Novena y la Primera. Además, la guarnición de la marina de Guerra de la Chorrera, en la desembocadura del Almendares.]

Han llegado. Las horas de su vida están contadas. Se mira los dedos y recuerda a Carlos; su inseparable amigo, repitiéndose: Me sobran los dedos de esta mano para contar las horas que me quedan de vida.

Lo tiran del auto como si fuera un fardo, como un animal de matadero, conduciéndolo a un saloncito en que hay un pequeño grupo de personas, de las cuales sólo puede identificar a dos o tres. Comienzan a pegarle con todo lo que tienen a su alcance, con cuanto se les ocurre.

Para él, que los conoce, es prueba inequívoca de que no tienen intención de presentarlo ante los tribunales. -Tú no te llamas Alejandro, hijo de puta. Eres Arturo Almagro, vociferan preguntándole por las pistolas que tienen ocultas.

-Dónde están las pistolas, cabrón. Dónde las tienes escondidas. Lo interrogan sobre los sucesos de la Terminal de Ómnibus. Por el incendio del circo Gaby, Fofo y Miliki. Por lo de las bombas. -¿Dónde están las bombas que te dio Ramón?

Calla. Siente un odio muy profundo. Se da cuenta de que le preguntan por cosas lógicas y otras que nada tienen que ver con sus acciones. Es simplemente un pretexto para torturarlo a golpes. Le duele terriblemente el cuerpo, pero la conciencia, el amor a la causa, el honor propio y el recuerdo de los que antes, que él, han transitado por este horrible instante, convirtiéndose en héroes, lo hacen sentirse más obligado a guardar silencio.

Está totalmente indefenso, entre aquella jauría de hijos de puta y siente crecer dentro, la necesidad física, moral, de que lo vean valeroso, hombre, en fin, revolucionario.

Súbitamente, de un portazo, se ha abierto la puerta. Hace su entrada el coronel, con varios esbirros más, todos vestidos de civil. Mirándolo con desprecio, le dice irónicamente:

-No jodas más, chico, tú sabes que nosotros conocemos que has puesto bombas, que has dado candela, que has participado en sabotajes, que incluso has matado policías. Hijo de la gran puta. Pero tú también sabes que te llego la hora. Que te jodiste.

Los que le acompañan, le pegan puntapiés, puñetazos, le golpean por la cabeza. De repente oye como la fractura de una caña brava (bambú). No siente más. No recuerda. No padece...

Ventura, esbirro y policía de experiencia. Sabe de sobra que aquella golpiza no se puede prolongar. Que si ya no ha hablado, no lo hará y que además, ya no puede hacerlo. Está en muy malas condiciones. Sale del pequeño recinto y sube a su refrigerado e iluminado despacho y, por el teléfono oficial, habla como en clave convenida, con otro oficial de igual catadura.

Le solicita ayuda a su interlocutor: Pide una lancha patrullera, y sonríe satisfecho.

-Bueno. Aquí estamos para ayudarnos siempre en lo que sea. Bueno, dentro de una hora lo tengo listo. Desaparécelo. Bueno, salud, dice al despedirse, colgando el auricular.

Del Estado Mayor de la Marina de Guerra del tirano, a esa hora de la noche, sale un grupo de hombres del despacho del jefe de la Inteligencia Naval. Un alférez de fragata, un marinero y un esbirro vestido de civil.

En el parqueo hay estacionado un auto panel cerrado, que en su interior lleva un tanque de 55 galones, de los que comúnmente se utilizan para transportar aceite. Pero esta vez está vacío y no tiene tapa. Varios sacos de cemento están a su lado. Los tres desalmados montan y se dirigen a la Novena Estación. Ya allí, entre varios sacan el cuerpo exánime, probablemente sin Vida, de Alejandro y, en macabra ayuda, lo arrojan dentro del tanque.

Con una manguera, lo llenan de agua y le agregan cemento. Edifican, aunque no lo sepan, un monumento a la heroicidad y la gloria de un héroe que enfrenta la muerte,… Después, en la solitaria madrugada, avanzan hacia su último destino.

Alejandro no puede ya contemplar su ciudad, las calles que recorrió con ilusiones, perseguido y acosado, pero lleno de esperanzas, que hoy quieren aprisionar e inmovilizar en el cemento fatídico.

Llegan al embarcadero de la Marina, más conocido por La Chorrera.

El alférez de fragata se lanza del panel y casi corriendo se dirige al Comandante de la patrullera con el que, silenciosamente, conversa a media voz. Es sobre algo que ya ha sido acordado. Es algo que, además, no se realiza por primera vez. Es un procedimiento conocido.

Entre todos bajan el pesado tanque, colocándolo en la popa de la lancha, la que de inmediato avanza rumbo Norte, siempre rumbo Norte, en la oscuridad de la noche.

El mar está en calma. Algunos pescadores ven pasar la veloz lancha patrullera y desconfiados la siguen con la vista fija en el mar inmenso, abarcador. Ignoran la pesada y criminal carga que llevan aquellos asesinos, al igual que Alejandro, al que su pueblo recordara después.

Ha llegado el triunfo. En los primeros días, Gema lee en una página del periódico, la noticia de que, en el barrio en que había vivido Alejandro, se inaugurara, aquella mañana una escuela con su nombre: Arturo Almagro.      

Recuerda estremecida aquel joven que siendo un adolescente, nunca encontró el instante ni la palabra precisa para declararle su amor.

Su esposo, al verla palidecer, le pregunta.  -Que te ocurre, Gema. -Nada, ha sido el viento”.   

De pronto, me despierto empapado en sudor frío: ¿Estoy muerto? No tardó en darme cuenta que ha sido una tremenda pesadilla, desatada por los golpes llamando a la puerta. Debe estar ahí la policía real.

Salto hacia la sala, pistola en mano, y contemplo a Mirta y a Fernando abrazados, pálidos de miedo, ante la llamada insistente:

En los segundos que mediaron entre la vida y la muerte, el grito que escucho fue otro: TELEGRAMA URGENTE.

El marido, con las manos heladas de miedo, abre el picaporte de la puerta que queda abierta. Ella, con el semblante transfigurado, se abalanza sobre el cartero, toma entre sus manos el telegrama y lee en voz alta el contenido:

Papa murió hoy a las 10.00. Ven pronto. Tu hermano.

-¡¡¡Es papa que ha muerto!!!

La muerte se había burlado. La vida, al fin, continuaba. Ahora, se miraron, de forma diferente, a la de hacía unos instantes, suspirando, casi felices.  

Alejandro se retiró lentamente al cuarto. Un torrente de pensamientos sombríos lo acosaban. Sí. El padre de Mirta había muerto, pero ellos vivirían.

Nota del Editor: todas las narraciones del libro “Años de Rebeldía” corresponden a un hecho real, escrito por Aldo Rivero (el Bromo) en los últimos años de su vida. Algunas son acciones en las que participó directamente, otras de compañeros muertos, cuyos asesinos fueron encontrados posteriormente. Una ha quedado sin esclarecer, aunque se tiene la convicción de quién, cuándo y cómo ocurrió. El Editor sólo ha tratado de sintetizar y mejorar el estilo narrativo de su obra, sin añadir ni quitar la esencia y veracidad de lo que él escribió. R.

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