miércoles, 13 de julio de 2022

261. ¿CÓMO OLVIDAR?

Por Aldo Rivero Palenzuela.

Caminábamos por una calle céntrica de la ciudad. Más bien paseamos, deteniéndonos una y otra vez para contemplar las iluminadas vidrieras que atraen a los transeúntes con sus variados artículos, que Alberto y yo observamos con curiosidad.

Espaciosas vitrinas, protegidas con rejas de hierro, bordadas con llamativos herrajes, en las que se exponían diversas y costosas cadenas de oro, medallas con vírgenes de artísticos relieves, anillos de compromiso para mujer, engarzados con pequeños diamantes, gruesas manillas de oro y plata. Los miramos muy de cerca y, sin embargo, ¡tan distantes de nuestras posibilidades! Apenas a unos pasos, otra muestra, un hermoso maniquí en traje nupcial, con un acompañante vestido de rigurosa etiqueta.

Los observamos por algunos segundos, guardando silencio. Quizás nos sentimos un poco empequeñecidos por el contraste con nuestras sufridas camisas de mangas cortas, que usábamos por fuera del pantalón para ocultar el arma inseparable, lo que hacía juego con unos zapatos baratos comprados en una tienda de humildes polacos*. [*En Cuba, emigrantes generalmente del Este europeo, de diversas nacionalidades, que se dedicaban al comercio minorista.]

-Oye, Alberto, jamás me he puesto una guayabera*. [*Camisa de mangas largas, con bolsillos, muy fresca, utilizada de manera informal.] -Yo tampoco, fue la corta respuesta.

Seguimos calle abajo, confundiendo nuestras siluetas en los cristales luminosos de vidrieras infinitas, que muestran juegos de cuarto, colchones, refrigeradores (fríos), ventiladores, televisores, en fin, todo de lo que carecíamos, como una buena parte del pueblo común. Nos quedaba sólo el placer ocasional de contemplarlos y soñar.

-Veras cuando triunfemos. Todo cambiará y estará al alcance de nosotros también. Es la sentencia que escapa de sus labios.

Lo escucho pensando en un futuro que me parecía muy remoto. ¿Por qué no comemos algo y así salimos de eso? le digo.

Entre los dos apenas llegamos a cinco pesos, por lo que decidimos cenar modestamente, como casi siempre.

Vamos a una pequeña cafetería que hace esquina. Detrás del mostrador hay un enorme refrigerador (frío) comercial de seis puertas. Sobre él, un gigantesco espejo rectangular, rodeado por un fino tubo de luz neón que despide un color verde muy tenue, que hace más agradable la estancia.

Nos sentamos. Al instante, el camarero se acerca sonriente. Pedimos dos medias noches (sándwich pequeño), batido de chocolate para Alberto y un refresco Orange para mí, fiel siempre al refresco de naranja, lo que en muchas ocasiones había sido motivo de burla entre mis amigos.

Utilizando el espacioso e iluminado espejo nos contemplamos. Es posible ver lo que sucede a nuestras espaldas. Discretamente, mantenemos control sobre los autos que pasan, las personas que entran o salen y los transeúntes.

Con apetito hemos comenzado a devorar nuestras ricas medias noches, cuando Alberto, que levanta a cada instante la mirada con disimulo, deja entrever una súbita señal de alarma. Un auto se ha detenido de pronto en medio de la calle. Es un Ford amarillo y carmelita. Lo observamos alertas por lo que pudiera suceder.

Se abren sus puertas rápidamente, bajando dos hombres, pistola en mano, que velozmente tratan de alcanzar el pasillo que los separa de nosotros.

Nos han reconocido, cojones…! Exclama al tiempo que se gira con rapidez extrayendo la pistola para enfrentarlos. Sin vacilar, efectúa varios disparos. Lo secundo abriendo fuego, mientras a mi alrededor un torbellino de gente corre a refugiarse donde pueden, algunos tras las columnas que bordean la cafetería.

Los agentes ripostan el fuego; el estampido de los disparos repercute con fuerza en los amplios portales. Algunos autos frenan violentamente: el fuerte sonido y el humo de las gomas crea más alarma, al tiempo que salen disparados en marcha atrás, perdiéndose calle abajo, dejando espacio libre al enfrentamiento, con lo cual el enemigo toma ventaja al momento.

En el espejo se han incrustado varias balas que le producen rajaduras. Los camareros, refugiados detrás del grueso mostrador, sienten caer sobre sus cabezas diminutos pedazos del vidrio. Todo ha ocurrido como si el tiempo se hubiera acelerado. Las imágenes suceden a gran velocidad, igual que si se tratara de una cinta cinematográfica que se ha roto.

A tan corta distancia los disparos son certeros. Uno de los agresores, que ha quedado paralizado por un proyectil, se yergue con gesto raro e incomprensible. De su mano ha caído la pistola contra el pavimento. Una mueca de dolor y sorpresa aparece en su rostro, en el cual, debajo del ojo derecho, un orificio muestra una primera victoria nuestra.

Nos protegemos mejor detrás de las columnas del que queda en pie, que nos imita. La momentánea ventaja que poseemos quizás sólo dure unos segundos. El chofer, que no había participado en la lucha, ahora abre fuego.

Alberto no ve bien… Padece de estrabismo o algo similar y, en momentos como este, sus inseparables espejuelos,- gafas-, constituyen una desventaja, por lo que le grito: ¡Tú, adelante!, ¡Corre delante!

Avanzamos veloces por una de las oscuras calles que bordean la cafetería. Cuidando la retaguardia, abro fuego y me impresiona en la penumbra, la enorme llamarada que sale del cañón de mi pistola cuarenta y cinco. Siento en mi mano derecha el poderío del arma, con la que me defiendo, lo que acelera nuestra huida. Foto: armas.es

Corremos todo lo que podemos por el centro de la calle oscura. En ese instante Alberto, que está a unos treinta metros delante de mí, grita: ¡Se me cayeron los espejuelos! Le grito: ¡No te detengas! ¡Sigue…!

Hemos llegado al cruce de la primera calle. Nos sigue sólo un perseguidor, el otro debe haber quedado rezagado con el herido. Logro distinguir bien, cada vez que viro la cabeza, su silueta en medio de la calle. Le disparo repetidas veces, apuntando como puedo, al tiempo que cruzo hacia la acera contraria. Alberto va aun delante de mí.

De pronto, se incorpora a nuestra persecución un auto patrulla. Sus tripulantes se bajan disparando ráfagas de sus ametralladoras.

Logro protegerme entre las paredes de los edificios y los autos que están estacionados en la calle. Veo las chispas que despiden los tubos de hierro de los parquímetros al recibir el impacto de los proyectiles de nuestros perseguidores.

Me siento herido en la zona de la cadera derecha. Alberto se ha alejado de mí: lo he perdido en la oscuridad. Unos segundos antes, hemos pasado juntos a una casona vieja, de alto puntal, dentro del cual puede verse un enorme retrato del tirano batista, con su eterno traje blanco y la demagógica sonrisa, saludando con la mano derecha en alto. Desde allí escucho gritos y maldiciones: ¡Por allá van! ¡Por allá van!

Siento que debo regresar y no dejar ninguno en pie; pero me doy cuenta que no es el momento. Desde balcones colindantes con la casona, con mayor amargura y dolor vuelvo a escuchar: ¡¡¡Cruzaron la calle!!! Me pregunto. ¿Será posible? No ignoro que algunos pueden convertirse en delatores por poder o dinero o simple vínculo con la tiranía.

A pesar de su superioridad numérica, del poder de fuego de sus armas, mi cuarenta y cinco es para ellos un peligro que no están dispuestos a afrontar. Puede que, además, haya herido alguno, pues no tengo duda que se han retrasado mucho en su ataque. Por las llamaradas de los disparos comprendo que están disparando al aire, sin verme.

Aprovecho la ocasión para retirarme en la oscuridad, en busca de una calle principal y, para agravar mi situación, compruebo que me he quedado sin balas. Esto me acerca a la muerte, pero permanezco en la calle, esgrimiendo amenazante mi ahora inofensiva pistola. ¡Aún  estoy vivo!

Detengo un auto, cuyo chofer transita ajeno a mi desgracia. Abro bruscamente la puerta; me siento a su lado encañonándolo: ¡Yo no soy político! ¡Yo no soy político!, me grita el chofer nervioso. ¡Ni yo, cojones! ¡Pero me sacas de aquí volando o te vuelo la cabeza!

Se oyen amenazadoras las sirenas de las perseguidoras que acuden al lugar: lo ensordecen todo, sus luces aumentan la confusión y alarma. Ya sucesos como éste van siendo más frecuentes en la capital, así como a lo largo y ancho del país. ¡Al fin nos hemos alejado! Con energía, le ordeno que me deje donde quiero. El no tener balas me pone en una situación desventajosa.

Hemos llegado. Nos detenemos unas cuadras antes de mi destino: sin despedirme, me lanzo fuera del coche, que acelera bruscamente desapareciendo en la primera bocacalle. Camino despacio por la acera hasta llegar al edificio donde vive mi tía Gloria. Subo lentamente las escaleras. Me sostengo con disimulo en el pasamanos. Tengo manchado de sangre el pantalón, por la parte derecha, muy cerca de la cadera. Me siento empapado de sudor.

Mientras asciendo los escalones me digo: ¡Mira con qué recado me aparezco yo aquí ahora! Toco el timbre brevemente. Mi tía abre la puerta e, instantáneamente, se lleva las manos a la cara, en una sola acción: ¡Pero muchacho!, ¿Qué te ha pasado?, ¿Has tenido problemas?

El esposo, que veía plácidamente empajamado* la TV, rápidamente se acerca, recién bañado y afeitado, interponiendo su zapatilla contra la puerta para impedir que se abriera completamente. Extremadamente pálido, sin poder ocultar su miedo, me dice con voz entrecortada: ¿Cómo te atreves, chico, a presentarte así aquí en esas condiciones? ¿Acaso quieres perjudicarnos? (*Pijama: m. Prenda para dormir, generalmente compuesta de pantalón y chaqueta de tela ligera. En algunos lugares de América, RAE)

Sin responderle, me dirijo a mi tía: -No Gloria, no temas. No voy a entrar. Lo que necesito es que me des un poco de agua fría.

Al momento regresa con el agua. El esposo, contrariado, no quita el pie con el que aguanta la puerta. Devuelvo el vaso y, sin tenerlos en cuenta, me retiro, dándoles la espalda, me dirijo hacia la escalera que comienzo a descender, sosteniendo la pierna con la mano derecha.

En el descanso de la escalera me detengo: me siento mareado y vomito. Aguardo unos minutos antes de llegar a la puerta de la calle. Allí me invade el aire fresco de la noche que bate mi rosto sudoroso. Descanso unos segundos para reponerme y seguir.

Paro un taxi y, con la protección de la noche me marcho a la casa de unos amigos de Ramón, un compañero del Movimiento. Todos se muestran solícitos en atenderme. Curan mi herida y me brindan ropa limpia, que me queda holgada pero, por la situación que atravieso, estoy vestido como para una fiesta.

La suerte de Alberto me preocupa. Siento la necesidad imperiosa de salir a buscarlo: ¿Habrá podido evadir la persecución, medio ciego como estaba? Ramón se brinda para acompañarme. Conversamos sobre la suerte de Alberto y me dice que tenía un lugar seguro en Wajay, pero no podemos ir a esta hora de la noche. Decidimos entrar en un cine de los que tienen función corrida, donde vemos parte de Al Este del Paraíso, de James Dean.

Amanece. Salimos y cogemos una ruta 76 con destino Fontanar. Los dos corremos ahora un enorme riesgo porque llevo una pistola sin balas. Casi no puede ser peor la situación. Llegamos a Fontanar y allí tomamos un bus de la ruta 50 que, por fin, nos deja en Wajay. Son las primeras horas de la mañana por lo que nos vamos directamente a casa de Pedro, un viejo amigo de Ramón, que trabaja de cantinero en un bar restaurante del pueblo.

Sin zapatos ni camisa, con sólo el pantalón negro de trabajo puesto, el humilde Pedro nos abre la puerta e invita a sentar, al tiempo que se dispone a escuchar en silencio nuestro relato. Ramón le explica detalladamente lo sucedido, lo que escucha con paciencia, sin expresar la mínima inquietud.

Recuerdo con cariño a este hombre sencillo, sin educación formal, que no tiene obligaciones familiares ni políticas con nosotros, que de cuando en cuando se da unos tragos de más y no duda en recibirnos en su pobre hogar.

Ramón me dice que le entregue la pistola y Pedro la esconde con rapidez. Me lleva hasta un cuarto donde hay una solitaria cama vacía, para mí el más grato y seguro rincón en aquel momento. Allí paso el amanecer y el resto del día. Al siguiente regreso a La Habana. Me entero que Ventura Novo y Carratala, acompañados de su jauría, han registrado nuestra casa a las dos de la madrugada. Que pegaron contra la pared a mi madre, hundiéndole en el pecho la boca del cañón de sus armas, dejándole por varios días aquella marca cuyo recuerdo aún me lacera.

En la oscuridad de la habitación, no encontraron el interruptor para encender la luz, por lo que iluminan con una linterna los ojos a mi hermano, que dormía con la cabeza tapada, comentando: “Este no es el que buscamos. El otro tiene los ojos verdes. Este no es…”

En la pequeña sala reunieron a todos y uno de ellos, dirigiéndose a mi madre, le preguntó irónicamente: ¿Cuántos hijos tiene usted, vieja? Cuatro… pudo apenas balbucear ella, helada de angustia. ¿Y dónde están? Bueno, dos se fueron desde hace tiempo al Norte. Este que está en el cuarto… nerviosamente deja de hablar, sin mencionar al que falta. ¿Y el otro, vieja… y el otro, el de ojos verdes? ¿A qué se dedica, dónde está? Bueno, él es estudiante y desde hace bastante tiempo no lo veo porque no viene por aquí…

-Vieja… Le increpa uno de los oficiales amenazadoramente. Cuando usted lo vea, cuando vea al de los ojitos verdes, dígale de parte de nosotros que hoy no pudo ser, pero que, tarde o temprano, daremos con él y que para ese momento nos pagará la cuenta que tenemos pendiente.

-No se exprese así, comandante; ¿acaso usted no es hijo también de una madre…? La mía quedó sollozando. Se marchan escaleras abajo en estruendosa turba; montan sus coches y parten a gran velocidad.

-¿Qué sucedió a Alberto? ¿Cuál fue su destino? Los asesinos del régimen lo encontraron en el Cuerpo de Guardia del Hospital de Emergencias y de allí se lo llevaron, en el momento que era atendido de dos heridas de bala. Los médicos no pudieron impedir que se lo arrancaran. Nunca más supimos de él, ni fue posible encontrar sus restos. Foto: Pinterest.

En los primeros días de 1,959, la madre publicó en un periódico, la foto de su hijo, con una breve reseña, rogando que le dieran datos de su paradero. Nunca, hasta que su bondadoso corazón cesó de latir, dejó de esperar a su amado hijo.

Ha transcurrido mucho tiempo desde aquellos hechos. ¿Por qué no olvidar lo sucedido? Se supone que el tiempo debe borrarlo todo. Para nosotros, estos recuerdos están vivos, en nuestras manos, en nuestros corazones, en nuestras ideas. Jamás se tornarán amarillos, como la nota de la madre de Alberto, porque siempre volvemos a ellos con la inmaculada blancura de aquella rosa, intensamente blanca, con la que soñara Martí.  

Nota del Editor: Aunque la narración, generalmente, es en primera persona, no significa que Aldo Rivero Palenzuela (El Bromo*) participara siempre en todo lo que narra, aunque las que recoge su obra son hechos auténticos, reales, que tratan de mantener viva la lucha de nuestro pueblo por la libertad y contra la tiranía. Los combatientes de la clandestinidad que aun vivan, harían una importante contribución a la historia real de la lucha insurreccional si narrarán sus vivencias, como se ha hecho con la lucha del Ejército Rebelde. (*Por el anuncio del Bromo-Seltzer), en que se hacía saltar del dedo a un vaso de agua una pastilla que caía siempre dentro de él, en alusión a las veces que se escapó  de la persecución policiaca.)  

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