sábado, 11 de junio de 2022

259. EL SEGUNDO SIEMPRE.

 Por Aldo Rivero Palenzuela.

Así era el nombre de un típico bar restaurant cubano enclavado en una esquina muy próxima al afamado barrio "Colon“, conocido en la época de esta historia, por la prostitución que en él existía, además de vicios de todo tipo. Dos amplias puertas daban fácil acceso. Una, por la calle San Lázaro y otra por Blanco, permitían cómoda entrada  a la variada clientela que, día y noche,  lo visitaba. Foto: Receta  de Cocina. Menú estrella de El Segundo Siempre.

Son las ocho de la noche de un domingo. Luis, dueño y dependiente a un tiempo, como tantos otros pequeños comerciantes, exhibe su barriga cervecera. Joven, pequeño, de cabeza grande en la que destacan enormes ojos intensamente negros, que con su pelo lacio conforman una imagen indoamericana, araucana, decía él.

Con los brazos apoyados sobre el mostrador, frente a la entrada de San Lázaro, mira distraídamente el ir y venir de ómnibus y transeúntes. Debajo del mostrador, en una armario de acero níquel, guarda un vaso de cerveza que a ratos bebe en pequeños sorbos.
Con mirada preocupada y perdida en un punto lejano, se pregunta por el destino de la comida preparada con antelación, que espera a los clientes habituales.

Los grandes calderos descansan en sus fogones, a fuego lento, despidiendo tentador aroma atractivo, que se pierde por la falta de comensales. Inexplicablemente a esa hora, el restaurant está casi desierto. Sólo dos parroquianos: el Capataz y yo.

En un extremo del largo mostrador, está sentado su asiduo visitante: de cara delgada, más bien huesuda, tez cetrina y ojos grises. Manos delgadas, con los dedos amarillentos por el mucho fumar, de uñas largas, pelo castaño, abultado de forma llamativa sobre las orejas más la típica mota de ese ambiente, completan su atuendo habitual: zapatos blancos de dos tonos, ropa blanca impecable. Tiene una larga y poco divulgada participación en la vida pecaminosa de la ciudad.

Es un hombre sombrío, carcomido por el vicio, con una concepción muy peculiar de ver y apreciar la vida. A pesar de tener alrededor de cuarenta años, su aspecto es la imagen del agotamiento, del final de una existencia en la que una filosofía muy propia, de hombre y amigo ante todo, ha impuesto su sello.

De escasa conversación y con pocos íntimos, sin preocupaciones sociales, tenía sin embargo, un gran amor, su madre y, en algún raro sentido, consideraba a Luis como lo más cercano a un amigo.

La noche continua apacible. Desde su asiento, el Capataz hace señas para que le repitan el trago, que olvidado del tiempo, disfruta en su habitual aislamiento. Con una botella de Agustín Blázquez, y precisión profesional, exactamente hasta la línea blanca que delimita la medida, Luis sirve al Capataz, completando el servicio con una botella de agua efervescente.

El cliente está complacido en su silencio y soledad. Fuma pausadamente el cigarrillo que ha extraído de la caja de Camel, mientras juguetea con el vaso, que describe sobre el mostrador pequeños círculos, mientras su expresión melancólica denota que algo está recordando.

Por la entrada de Blanco ha penetrado una joven vestida con hermosa combinación azul claro, que ciñe completamente el bello cuerpo, con un práctico y rápido zipper* que le recorre la espalda. (*Cremallera)

Estrella, Estrellita, es el nombre de guerra de la pequeña flor nocturna, envuelta en carnes que sostienen dos esplendidas piernas, rostro bonito, aun no dañado por el vicio, en el que se destaca la boca chica, discretamente coloreada, pelo intensamente negro, como sus ojos. Pelada muy corto, a la usanza de la época. Es la imagen de la típica criollita de cuerpo Coca ‘Cola.

Saluda con simpatía al dueño, Luis, que se deshace en halagos al verla y se sienta muy cerca de mí, colocando los brazos sobre el mostrador, inclinándose desaprensiva hacia delante, momento en que aprovecha el Capataz para lanzarle una larga y lasciva mirada, contemplando sin recato las carnes de sus senos, que ahora exhibe llamativamente.

Ella, persuadida de su atractivo, guiña un ojo picarescamente al hombre, que despide interminables bocanadas de humo, como erupción del volcán provocado en él por la visión, mientras una burlona sonrisa, fija e insinuante, aparece en su rostro. No pasan del guiño simpático.

El parroquiano no constituye interés para ella, cosa que saben todos, por lo que Luis se acerca sonriente a la joven.

Trae la carta con el sabroso menú. Con manos muy cuidadas, ella la toma y revisa la lista con familiar rapidez. Arroz con pollo, tostones* crujientes y cerveza fría. Esa es su elección. [*Plátanos,- bananos-, verdes aplastados y fritos]

El pedido es servido de inmediato, mientras el Capataz escoge en la victrola la melodía que aquella mujer siempre le hace recordar,  Rey Negro, cantada por Vicentico Valdés. La voz, tan familiar en aquel medio, llena el local. Haciendo un gesto característico, el hombre bebe un sorbo de coñac, que disipa enseguida con un trago de burbujeante agua, mientras, atento, lo observa todo. El Capataz sabe de sobra que aquel lugar no es otra cosa que un cuartel y refugio para los revolucionarios, que lo visitan en gran número y a distintas horas del día y de la noche, pero sobre ello guarda absoluta discreción, en correspondencia con su filosofía de hombre y amigo ante todo. Además, lo que no ve, se lo imagina, sintiendo cierta simpatía hacia los jóvenes que ya conoce. Sabe que mucho de lo que ocurre en la ciudad se gesta allí, en el lugar habitual que ha escogido para cargar con su peso. Foto: ecartelera.com

Los que se mueven en torno a Luis, en alguna medida, están relacionados con los hechos que diariamente ocurren contra la tiranía. Paredes con el número 26, proclamas, corte de teléfonos, riego de alcayatas, izamiento de banderas rojinegras, estallidos de petardos, quema de ómnibus y establecimientos, venta de bonos, distribución de boletines y propaganda.

Para mi es tarde. Siento impaciencia y preocupación por Alberto y Pablo. Observo atentamente todo lo que se mueve a mí alrededor, sentado en la última banqueta.

Estrellita ha concluido su comida. Bebe una tacita de café que el atento Luis le ha servido sin que ella la solicitara. Limpia cuidadosamente sus hermosos labios con una servilleta blanca y, poniéndose de pie, se despide con andar insinuante y al parecer despreocupado, no sin antes tirar cariñosos besos a su embobecido admirador barrigón, quien los atrapa en el aire aunque, más que lujuria, se aprecie en él un aire paternal y protector.

Por fin han llegado Alberto y Pablo. El primero se sienta junto a mí y pide un refresco, mientras el segundo sube directamente a una pequeña barbacoa, donde lo seguimos cuando terminamos de beber.

Pablo explica la operación: después de las doce de la noche comenzaremos a actuar. De un pequeño maletín extrae y nos entrega sendas pistolas, dos botellas gigantes de Coca Cola, llenas hasta la mitad de gasolina, con el resto de aceite: cogidos con esparadrapo, por el fondo, pedazos de estopa. Completan los preparativos una pequeña botellita plástica llena de gasolina, que nos servirá de encendedor para nuestros caseros cócteles Molotov.

Una vez comprobadas las armas, su carga y el cierre de las botellas, todo está listo. Retomamos al maletín los cócteles, cargamos las pistolas y las ceñimos al cuerpo, disimulándolas entre la ropa, mientras el material incendiario, es depositado en una pequeña colombina* que tiene la barbacoa y que Luis destina a sus compañeros. [*Colombina: cama pequeña, catre.]

Bajamos la estrecha escalerita y nos sentamos juntos. El Capataz ha captado todo el movimiento y nos mira atento.

Pedimos algo barato para comer, al alcance de nuestros escasos fondos, pero Luis, como tantas otras veces, en su generosidad y cariño, nos trae arroz con pollo, aguacates y tostones, el plato estrella de la casa.

Indeciso, con los ojos ligeramente velados por los muchos tragos, el Capataz se dirige a la victrola*, para poner nuevamente a Vicentico, pero yo me adelanto y selecciono Perfidia, interpretada por Glen Miller. [*Victrola≈ tocadiscos.]

Regresamos, casi al unísono, a nuestros asientos y me causa sana alegría el que mi   disco haya salido primero que el suyo, por lo que mueve la cabeza en señal de descontento hacia ambos lados.

Son dos mundos en la música... La vida bohemia, viciosa de un hombre que ha recorrido todos los caminos y la del adolescente, que se sumerge en juveniles recuerdos, en los que quedó ensimismado.

Hemos terminado nuestra abundante y sabrosa comida y, presintiéndolo, el Capataz se levanta como con la intención del ir al baño, murmurando al pasar a nuestro lado: Conmigo se puede contar. Hombre y amigo a todo.

Con comprensiva sonrisa le doy la razón y respondo:- Un día, Capataz, un día. Hace un gesto indescifrable con la boca y sigue hacia el baño.

Por fin, y para alegría de Luis, numerosos clientes van llegando, sentándose en diferentes lugares. Unos comen, otros beben, conversan y ríen en alta voz, lo que me molesta, pues no deja escuchar claramente Perfidia y distrae los recuerdos que están siempre en mí.

La ciudad, más bien el barrio, vive su habitual tiempo nocturno, en el que abundan los pillos y proxenetas, inseparables de las putas que explotan, unidos ambos a un destino incierto. Jugadores y prestamistas, muchos vulgares usureros, calificados de garroteros, en imagen alusiva al estrangulamiento por garrote vil de la época colonial, más los parlanchines de la política al uso, que comentan, desde su trago de ron, las vueltas de la fortuna nacional.

El delegado del capitán de la estación de policía, que pasa con más seguridad que el cañonazo de las nueve*, ha entrado para recoger su cuota diaria de la vidriera de apuntaciones clandestinas, donde los parroquianos y vecinos juegan la bolita de Castillo**, retirándose con amable saludo, después de tomar un traguito a cuenta de la casa. (*El cañonazo de las nueve: alusión al sonido que producía un cañón a esa hora, durante la colonia, continuado en la República que, disparado desde el Castillo del Morro, avisaba a la hora. **Bolita de Castillo: lotería ilegal y popular. En una ocasión el “verso” fue “Animalito que anda por los tejados” que todos pensaron sería un gato u otro animal ligero. Castillo tiró “elefante”. Después repitió varios “versos” fáciles, para compensar a los clientes. Muy querido de la población.)

Luis, en su sudoroso e incansable ajetreo, aprovecha un instante de calma y con ansiedad nos dice: - No me dejen fuera. Se marcha para continuar su trabajo, con disgusto en el semblante, como si hubiéramos rehusado invitarlo a un tranquilo y alegre baile.

Ya es hora. Alberto sube a la barbacoa y trae el maletín. Salimos detrás de él. Toma por una acera de San Lázaro y nosotros por la otra. Cambiamos de posición y es Pablo quien queda en la retaguardia, mientras seguimos caminando hacia Prado, despacio, sin prisa, como paseantes o clientes del barrio.

Llegamos a Águila, seguimos hacia Crespo. Vemos una llamativa colchonería,- mueblería-, que tiene una gran vidriera muy iluminada. Parece un objetivo ideal. Nos detenemos frente a ella y pasamos al medio de la calle.

Alberto saca del maletín dos botellas. Nuestra retaguardia nos hace señas que podemos continuar, pues sólo dos retrasados transeúntes nos miran extrañados por estar en medio de la calle y, aun sin comprender del todo, agilizan el paso, presintiendo que algo fuera de lo común va a ocurrir.

Sin hacer caso de su presencia, continuamos. Ya encendimos la estopa y Alberto, en voz alta, enérgicamente, me dice: - ¡Métele, cojones! ¡Candela al jarro hasta que suelte el fondo! burlándose de la frase del rufianesco Tabernilla, jefe del ejército batistiano.

Con todas mis fuerzas, arrojo la botella contra el centro de la vidriera, secundado por Alberto. Cae al pavimento la lluvia de cristales y comienza el fuego rojizo a extenderse por doquier, transmitiéndose a muebles, colchones y todo lo que expone el lugar.

Imprudentemente, durante unos segundos inmóviles, contemplamos los efectos de la tea incendiaria. Ya las llamas salen al exterior del local y comienzan a elevarse por entre otros edificios, propagándose incontenibles, adquiriendo cada segundo más fuerza: ¡Vámonos!, ¡coño! * (Coño: 1 Parte externa del aparato genital de la mujer. 3 ¡coño!: Expresión usada para exteriorizar malhumor o enfado, y para admirarse o quejarse de algo. interjección vulgar.
Gran Diccionario de la Lengua Española.)

Es la señal de partida y nos largamos como alma que lleva el diablo. En nuestra inexperiencia, corremos por el centro de San Lázaro. Al llegar a la primera esquina, observamos que Pablo se retira caminando sin prisa.

Hacia nosotros avanza alguien que lo ha visto todo y nos conoce: El Capataz. El momento no era para saludos y continúa de largo, sin mirarnos, sin hablar, sin sonreír, callado: hombre y amigo. Malecón abajo, caminando, por los bellos portales habaneros, hacia el parque Maceo.

El martes, temprano en la noche, volvemos al Segundo Siempre. El Capataz, sentado en su habitual sitio, nos ha visto llegar y con su personal sonrisa burlona, nos dice en silencio una palabrota, alusiva a lo acontecido.

Luis es más expresivo: ¡Del coño de su madre! ¡No quedaron ni los clavos! Había más mangueras que en una fábrica de espaguetis. El agua corría por toda la calle, llegaba a los tobillos y llenaba las alcantarillas. ¿Vieron los periódicos?

Asentimos, y preocupados por el exceso de alegría, discretamente, cambiamos de tema.

Veinte minutos más tarde, llega Pablo, con un paquete en las manos. Sube directamente a la barbacoa y, tras esperar unos minutos para comprobar si era seguido por alguien, nosotros también lo hacemos.

Cada uno recibe un petardo que ajustamos en nuestras espaldas, entre el pantalón y el calzoncillo, apretándolo a la cintura con el cinto. Sobre nuestros humildes pullovers (camisetas), nos ponemos dos llamativas camisas. Inseparables para la acción, son cargadas las pistolas y concluidos los preparativos: bajamos.

El Capataz, al vernos con aquellas escandalosas camisas, comprende que algo se prepara y con ojos de elefante nos despide al pasarle cerca: ¡Que Santa Bárbara los proteja! Nos alejarnos sin responder, por Colon, rumbo a Prado.

Alberto, que jamás fumaba, prendió lo que me pareció un enorme tabaco, lo más adecuado para encender la mecha de los petardos.

Llegamos a la esquina De Colon y Consulado. Alberto extrajo de su espalda el peligroso artefacto y dándole una fuerte chupada al tabaco, lo pega a la mecha y, con la tranquilidad de quien se agacha a recoger un pañuelo caído, deposita el petardo en la puerta del estacionamiento escogido.

Nos separamos. Cruzo la calle y él continua por la otra acera. Avanzamos sin  prisa. A mediados de cuadra, entramos en un desierto zaguán y nos deshacemos de las camisas de colorines. Nuevamente a la calle Consulado, él por una acerca y yo por la otra, relativamente cerca uno del otro, cuidándonos mutuamente.

Faltaban pocos metros para llegar a Neptuno cuando una ensordecedora explosión, cual trueno cercano, estremeció la barriada, con una lluvia de cristales que estallaban con gran escándalo.

Torcimos el rumbo y tomamos por las calles internas del barrio de La Punta, encaminando nuestros pasos hacia el Segundo Siempre.

Al llegar, la puerta de San Lázaro esta obstruida por los clientes, que alarmados, contemplan el cruzar de perseguidoras, el ulular de sus sirenas, que pasan veloces. El Capataz es de los mirones. Uno de ellos exclamó: -¡De madre...! Con el rostro enrojecido por la emoción, comento: ¡De madre es mierda!

Nos sentamos, pidiendo Alberto una Coca Cola y yo mi eterno Orange. Poco a poco, van retomando asiento los clientes y se inician los amplios y contradictorios comentarios, aludiendo fundamentalmente a lo mala que está la cosa. A lo que sucedería después de aquello.

También se sentó el Capataz, pero su único comentario fue pedir un doble y, contra su costumbre, beberlo de un tirón, haciendo muecas de repugnancia y estremecimiento, como si hubiera tomado palmacristi (purgante), en lugar de su acostumbrado Agustín Blázquez, resoplando hondamente, con ojos brillosos, al exclamar mientras nos miraba como si fuéramos extraterrestres: ¡Se quema La Maya! (Población oriental en la que ocurrió un gran incendio.)

Una noche de los primeros meses de 1,958, la policía irrumpió en el Segundo Siempre, deteniendo a Luis, por suerte para él, en presencia de todos, propinándole una fuerte golpiza allí mismo. Se lo llevaron para la Quinta Estación, donde lo volvieron a golpear, pero más salvajemente, sin que de sus labios escapara un nombre, un lugar, un suceso.

Él, que en medio de aquel turbio ambiente, con tanta modestia y cuidado, había desarrollado su inestimable actividad, no permitió que aquello lo corrompiera. El furibundo anti-batistiano y revolucionario intachable, soportó todos los maltratos, los vejámenes, las torturas.

En los últimos meses del 58, el Ejército Rebelde había aplastado definitivamente las fuerzas de la tiranía y en la madrugada del Primero de Enero de 1,959, Batista, con parte de sus generales corrompidos y asesinos, huyó cobardemente.

A Luis nadie tuvo que acudir a intervenirlo. Dejó de ser dueño del bar por propia voluntad, sus comodidades, posición y relaciones, marchándose lejos, a una provincia donde nadie conocía de sus andares revolucionarios. Comenzando a trabajar modestamente, como un hombre más del pueblo, que ignoraba que él, con su abnegada, callada y valerosa ayuda contribuyó a la libertad: le correspondía una parte pequeña de toda esa gloria, que estaba oculta entre las manos gruesas y silenciosas de aquel ser bueno y desinteresado.

El Capataz, por aquellos mismos días, se convirtió en un arrepentido de su vida. No haber hecho algo concreto por la libertad de su país, fue para él un dolorido lamento.

Si, había sido anti-batistiano, pero nunca tuvo voluntad para huir de su mundo; nunca pudo separarse de sus concepciones, de la utilización de la mujer como objeto de placer o de cambio, de su concepto de la amistad y del ser hombre.

Conoció y guardó silencio siempre sobre las actividades revolucionarias, que desde su banqueta tapizada en azul, junto al trago de coñac y su música, veía suceder en su entorno. Fue un testigo mudo, nada menos y nada más.

Cuando un día sus pulmones no soportaron más y la vida tocó fin, una tarde su corazón dejó de latir y ese día, lo acompañé en silencio y también con algo de cariño y nostalgia, hasta su última morada.

¡Recuerdo eterno para todos los que, de una forma u otra, ayudaron a derrocar la tiranía de Fulgencio Batista y Zaldívar!

Próxima publicación: primera década de julio.

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