Por Aldo Rivero Palenzuela.
Así era el nombre de un típico bar restaurant cubano enclavado en una esquina muy próxima al afamado barrio "Colon“, conocido en la época de esta historia, por la prostitución que en él existía, además de vicios de todo tipo. Dos amplias puertas daban fácil acceso. Una, por la calle San Lázaro y otra por Blanco, permitían cómoda entrada a la variada clientela que, día y noche, lo visitaba. Foto: Receta de Cocina. Menú estrella de El Segundo Siempre.
Son las ocho de la noche de un domingo. Luis, dueño y dependiente a un
tiempo, como tantos otros pequeños comerciantes, exhibe su barriga
cervecera. Joven, pequeño, de cabeza grande en la que destacan enormes ojos
intensamente negros, que con su pelo lacio conforman una imagen indoamericana,
araucana, decía él.
Los grandes calderos descansan en sus fogones, a fuego
lento, despidiendo tentador aroma atractivo, que se pierde por la falta de
comensales. Inexplicablemente a esa hora, el restaurant está casi desierto. Sólo
dos parroquianos: el Capataz y yo.
En un extremo del largo mostrador, está sentado su asiduo
visitante: de cara delgada, más bien huesuda, tez cetrina y ojos grises. Manos
delgadas, con los dedos amarillentos por el mucho fumar, de uñas largas, pelo
castaño, abultado de forma llamativa sobre las orejas más la típica mota de ese ambiente, completan su atuendo habitual:
zapatos blancos de dos tonos, ropa blanca impecable. Tiene una larga y poco
divulgada participación en la vida pecaminosa de la ciudad.
Es un hombre sombrío, carcomido por el vicio, con una
concepción muy peculiar de ver y apreciar la vida. A pesar de tener alrededor
de cuarenta años, su aspecto es la imagen del agotamiento, del final de una existencia
en la que una filosofía muy propia, de hombre y amigo ante todo, ha impuesto su sello.
De escasa conversación y con pocos íntimos, sin
preocupaciones sociales, tenía sin embargo, un gran amor, su madre y, en algún
raro sentido, consideraba
a Luis como lo más cercano a un amigo.
La noche continua apacible. Desde su asiento, el Capataz
hace señas para que le repitan el trago, que olvidado del tiempo, disfruta en
su habitual aislamiento. Con una botella de Agustín
Blázquez, y precisión profesional, exactamente hasta la línea blanca que
delimita la medida, Luis sirve al Capataz, completando el servicio con una
botella de agua efervescente.
El cliente está complacido en su silencio y soledad. Fuma
pausadamente el cigarrillo que ha extraído de la caja de Camel, mientras juguetea con el vaso, que describe sobre el
mostrador pequeños círculos, mientras su expresión melancólica denota que algo está
recordando.
Por la entrada de Blanco ha penetrado una joven vestida con
hermosa combinación azul claro, que ciñe completamente el bello cuerpo, con un
práctico y rápido zipper* que le recorre la espalda. (*Cremallera)
Estrella, Estrellita, es el nombre de guerra de la pequeña
flor nocturna, envuelta en carnes que sostienen dos esplendidas piernas, rostro
bonito, aun no dañado por el vicio, en el que se destaca la boca chica,
discretamente coloreada, pelo intensamente negro, como sus ojos. Pelada muy
corto, a la usanza de la época. Es la imagen de la típica criollita de cuerpo Coca
‘Cola.
Saluda con simpatía al dueño, Luis, que se deshace en halagos
al verla y se sienta muy cerca de mí, colocando los brazos sobre el mostrador,
inclinándose desaprensiva hacia delante, momento en que aprovecha el Capataz
para lanzarle una larga y lasciva mirada, contemplando sin recato las carnes de
sus senos, que ahora exhibe llamativamente.
Ella, persuadida de su atractivo, guiña un ojo picarescamente
al hombre, que despide interminables bocanadas de humo, como erupción del volcán
provocado en él por la visión, mientras una burlona sonrisa, fija e insinuante,
aparece en su rostro. No pasan del guiño simpático.
El parroquiano no constituye interés para ella, cosa que
saben todos, por lo que Luis se acerca sonriente a la joven.
Trae la carta con el sabroso menú. Con manos muy cuidadas,
ella la toma y revisa la lista con familiar rapidez. Arroz con pollo, tostones*
crujientes y cerveza fría. Esa es su elección. [*Plátanos,- bananos-, verdes
aplastados y fritos]
Los que se mueven en torno a Luis, en alguna medida, están
relacionados con los hechos que diariamente ocurren contra la tiranía. Paredes
con el número 26, proclamas, corte de teléfonos, riego de alcayatas, izamiento
de banderas rojinegras, estallidos de petardos, quema de ómnibus y establecimientos,
venta de bonos, distribución de boletines y propaganda.
Estrellita ha concluido su comida. Bebe una tacita de café
que el atento Luis le ha servido sin que ella la solicitara. Limpia
cuidadosamente sus hermosos labios con una servilleta blanca y, poniéndose de
pie, se despide con andar insinuante y al parecer despreocupado, no sin antes
tirar cariñosos besos a su embobecido admirador barrigón, quien los atrapa en
el aire aunque, más que lujuria, se aprecie en él un aire paternal y protector.
Por fin han llegado
Alberto y Pablo. El primero se sienta junto a mí y pide un refresco,
mientras el segundo sube directamente a una pequeña barbacoa, donde lo seguimos
cuando terminamos de beber.
Pablo explica la operación: después de las doce de la noche
comenzaremos a actuar. De un pequeño maletín extrae y nos entrega sendas
pistolas, dos botellas gigantes de Coca Cola, llenas hasta la mitad de
gasolina, con el resto de aceite: cogidos con esparadrapo, por el fondo, pedazos
de estopa. Completan los preparativos una pequeña botellita plástica llena de
gasolina, que nos servirá de encendedor para nuestros caseros cócteles Molotov.
Una vez comprobadas las armas, su carga y el cierre de las
botellas, todo está listo. Retomamos al maletín los cócteles, cargamos las
pistolas y las ceñimos al cuerpo, disimulándolas entre la ropa, mientras el
material incendiario, es depositado en una pequeña colombina* que tiene la
barbacoa y que Luis destina a sus compañeros. [*Colombina: cama pequeña, catre.]
Bajamos la estrecha escalerita y nos sentamos juntos. El
Capataz ha captado todo el movimiento y nos mira atento.
Pedimos algo barato para comer, al alcance de nuestros
escasos fondos, pero Luis, como tantas otras veces, en su generosidad y cariño,
nos trae arroz con pollo, aguacates y tostones, el plato estrella de la casa.
Indeciso, con los ojos ligeramente velados por los muchos
tragos, el Capataz se dirige a la victrola*, para poner nuevamente a Vicentico,
pero yo me adelanto y selecciono Perfidia,
interpretada por Glen Miller. [*Victrola≈ tocadiscos.]
Regresamos, casi al unísono, a nuestros asientos y me causa
sana alegría el que mi disco haya salido
primero que el suyo, por lo que mueve la cabeza en señal de descontento hacia
ambos lados.
Son dos mundos en la música... La vida bohemia, viciosa de
un hombre que ha recorrido todos los caminos y la del adolescente, que se
sumerge en juveniles recuerdos, en los que quedó ensimismado.
Hemos terminado nuestra abundante y sabrosa comida y, presintiéndolo,
el Capataz se levanta como con la intención del ir al baño, murmurando al pasar
a nuestro lado: Conmigo se puede contar.
Hombre y amigo a todo.
Con comprensiva sonrisa le doy la razón y respondo:- Un día,
Capataz, un día. Hace un gesto indescifrable con la boca y sigue hacia el baño.
Por fin, y para alegría de Luis, numerosos clientes van
llegando, sentándose en diferentes lugares. Unos comen, otros beben, conversan
y ríen en alta voz, lo que me molesta, pues no deja escuchar claramente Perfidia y distrae los recuerdos que
están siempre en mí.
La ciudad, más bien el barrio, vive su habitual tiempo
nocturno, en el que abundan los pillos y proxenetas, inseparables de las putas
que explotan, unidos ambos a un destino incierto. Jugadores y prestamistas,
muchos vulgares usureros, calificados de garroteros,
en imagen alusiva al estrangulamiento por garrote vil de la época colonial, más
los parlanchines de la política al uso, que comentan, desde su trago de ron,
las vueltas de la fortuna nacional.
Luis, en su sudoroso e incansable ajetreo, aprovecha un
instante de calma y con ansiedad nos dice: - No me dejen fuera. Se marcha para continuar su trabajo, con
disgusto en el semblante, como si hubiéramos rehusado invitarlo a un tranquilo
y alegre baile.
Ya es hora. Alberto
sube a la barbacoa y trae el maletín. Salimos detrás de él. Toma por una acera
de San Lázaro y nosotros por la otra. Cambiamos de posición y es Pablo quien
queda en la retaguardia, mientras seguimos caminando hacia Prado, despacio, sin
prisa, como paseantes o clientes del barrio.
Llegamos a Águila, seguimos hacia Crespo. Vemos una
llamativa colchonería,- mueblería-, que tiene una gran vidriera muy iluminada.
Parece un objetivo ideal. Nos detenemos frente a ella y pasamos al medio de la
calle.
Sin hacer caso de su presencia, continuamos. Ya encendimos
la estopa y Alberto, en voz alta, enérgicamente, me dice: - ¡Métele, cojones! ¡Candela al jarro hasta que suelte el fondo!
burlándose de la frase del rufianesco Tabernilla, jefe del ejército batistiano.
Con todas mis fuerzas, arrojo la botella contra el centro de
la vidriera, secundado por Alberto. Cae al pavimento la lluvia de cristales y
comienza el fuego rojizo a extenderse por doquier, transmitiéndose a muebles,
colchones y todo lo que expone el lugar.
Es la señal de partida y nos largamos como alma que lleva el diablo. En nuestra inexperiencia, corremos por
el centro de San Lázaro. Al llegar a la primera esquina, observamos que Pablo
se retira caminando sin prisa.
Hacia nosotros avanza alguien que lo ha visto todo y nos
conoce: El Capataz. El momento no era para saludos y continúa de largo, sin
mirarnos, sin hablar, sin sonreír, callado: hombre
y amigo. Malecón abajo, caminando, por los bellos portales habaneros, hacia
el parque Maceo.
El martes, temprano en la noche, volvemos al Segundo Siempre. El Capataz, sentado en
su habitual sitio, nos ha visto llegar y con su personal sonrisa burlona, nos
dice en silencio una palabrota, alusiva a lo acontecido.
Luis es más expresivo: ¡Del
coño de su madre! ¡No quedaron ni los
clavos! Había más mangueras que en
una fábrica de espaguetis. El agua corría por toda la calle, llegaba a los
tobillos y llenaba las alcantarillas. ¿Vieron los periódicos?
Asentimos, y preocupados por el exceso de alegría,
discretamente, cambiamos de tema.
Veinte minutos más tarde, llega Pablo, con un paquete en las
manos. Sube directamente a la barbacoa y, tras esperar unos minutos para
comprobar si era seguido por alguien, nosotros también lo hacemos.
Cada uno recibe un petardo que ajustamos en nuestras
espaldas, entre el pantalón y el calzoncillo, apretándolo a la cintura con el
cinto. Sobre nuestros humildes pullovers (camisetas), nos ponemos dos
llamativas camisas. Inseparables para la acción, son cargadas las pistolas y
concluidos los preparativos: bajamos.
El Capataz, al vernos con aquellas escandalosas camisas,
comprende que algo se prepara y con ojos de elefante nos despide al pasarle
cerca: ¡Que Santa Bárbara los proteja!
Nos alejarnos sin responder, por Colon, rumbo a Prado.
Alberto, que jamás fumaba, prendió lo que me pareció un
enorme tabaco, lo más adecuado para encender la mecha de los petardos.
Llegamos a la esquina De Colon y Consulado. Alberto extrajo
de su espalda el peligroso artefacto y dándole una fuerte chupada al tabaco, lo
pega a la mecha y, con la tranquilidad de quien se agacha a recoger un pañuelo
caído, deposita el petardo en la puerta del estacionamiento escogido.
Nos separamos. Cruzo la calle y él continua por la otra
acera. Avanzamos sin prisa. A mediados
de cuadra, entramos en un desierto zaguán y nos deshacemos de las camisas de
colorines. Nuevamente a la calle Consulado, él por una acerca y yo por la otra,
relativamente cerca uno del otro, cuidándonos mutuamente.
Faltaban pocos metros para llegar a Neptuno cuando una
ensordecedora explosión, cual trueno cercano, estremeció la barriada, con una
lluvia de cristales que estallaban con gran escándalo.
Torcimos el rumbo y tomamos por las calles internas del
barrio de La Punta, encaminando nuestros pasos hacia el Segundo Siempre.
Al llegar, la puerta de San Lázaro esta obstruida por los clientes,
que alarmados, contemplan el cruzar de perseguidoras, el ulular de sus sirenas,
que pasan veloces. El Capataz es de los mirones. Uno de ellos exclamó: -¡De madre...! Con el rostro enrojecido
por la emoción, comento: ¡De madre es
mierda!
Nos sentamos, pidiendo Alberto una Coca Cola y yo mi eterno
Orange. Poco a poco, van retomando asiento los clientes y se inician los
amplios y contradictorios comentarios, aludiendo fundamentalmente a lo mala que está la cosa. A lo que
sucedería después de aquello.
También se sentó el Capataz, pero su único comentario fue
pedir un doble y, contra su costumbre, beberlo de un tirón, haciendo muecas de
repugnancia y estremecimiento, como si hubiera tomado palmacristi (purgante),
en lugar de su acostumbrado Agustín
Blázquez, resoplando hondamente, con ojos brillosos, al exclamar mientras
nos miraba como si fuéramos extraterrestres: ¡Se quema La Maya! (Población oriental en la que ocurrió un gran
incendio.)
Una noche de los primeros meses de 1,958, la policía
irrumpió en el Segundo Siempre,
deteniendo a Luis, por suerte para él, en presencia de todos, propinándole una
fuerte golpiza allí mismo. Se lo llevaron para la Quinta Estación, donde lo
volvieron a golpear, pero más salvajemente, sin que de sus labios escapara un
nombre, un lugar, un suceso.
Él, que en medio de aquel turbio ambiente, con tanta
modestia y cuidado, había desarrollado su inestimable actividad, no permitió
que aquello lo corrompiera. El furibundo anti-batistiano y revolucionario
intachable, soportó todos los maltratos, los vejámenes, las torturas.
En los últimos meses del 58, el Ejército Rebelde había
aplastado definitivamente las fuerzas de la tiranía y en la madrugada del Primero
de Enero de 1,959, Batista, con parte de sus generales corrompidos y asesinos,
huyó cobardemente.
A Luis nadie tuvo que acudir a intervenirlo. Dejó de ser dueño
del bar por propia voluntad, sus comodidades, posición y relaciones, marchándose
lejos, a una provincia donde nadie conocía de sus andares revolucionarios.
Comenzando a trabajar modestamente, como un hombre más del pueblo, que ignoraba
que él, con su abnegada, callada y valerosa ayuda contribuyó a la libertad: le correspondía
una parte pequeña de toda esa gloria, que estaba oculta entre las manos gruesas
y silenciosas de aquel ser bueno y desinteresado.
El Capataz, por aquellos mismos días, se convirtió en un arrepentido
de su vida. No haber hecho algo concreto por la libertad de su país, fue para él un dolorido lamento.
Si, había sido anti-batistiano, pero nunca tuvo voluntad
para huir de su mundo; nunca pudo separarse de sus concepciones, de la
utilización de la mujer como objeto de placer o de cambio, de su concepto de la
amistad y del ser hombre.
Conoció y guardó silencio siempre sobre las actividades
revolucionarias, que desde su banqueta tapizada en azul, junto al trago de
coñac y su música, veía suceder en su entorno. Fue un testigo mudo, nada menos y nada más.
Cuando un día sus pulmones no soportaron más y la vida tocó
fin, una tarde su corazón dejó de latir y ese día, lo acompañé en silencio y también
con algo de cariño y nostalgia, hasta su última morada.
¡Recuerdo eterno para
todos los que, de una forma u otra, ayudaron a derrocar la tiranía de Fulgencio
Batista y Zaldívar!
Próxima publicación: primera década de julio.
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