Hoy, 1º de mayo, Día Mundial de los Trabajadores, dedico este trabajo a quien fue un organizador y dirigente sindical de base durante la mayor parte de su vida: Miguel Ángel como seudónimo y Miguel a secas para sus amigos. Nunca tuvo prebendas ni “comisiones” de la patronal, ni de partido político alguno. Honrado moral y económicamente. Sirva su vida de ejemplo, tal vez, para alguien. Romel.
(Aproximación
a una época y a una vida, tal vez, demasiado larga.)
El hombre, lo que quedaba de él, quería morirse, pero el cuerpo deseaba seguir viviendo.
¡Qué cuerpo más bruto!,
pensaba el hombre. Sí, lo único que le
quedaba era pensar. Aquel cuerpo formidable no quería rendirse, dejarlo
descansar.
Aunque ya no controlaba sus fluidos, como pudorosamente decía el
médico, todavía funcionaba. Corazón de hierro, hígado de bronce, riñones de
oro, pulmones de acero. Calcio para dar a quien le faltara. Fotos del Editor.
Durante más de ochenta años
había fumado sin parar y aquellos pulmones seguían oxigenando su sangre, la
que ya no quería. Verdad que con un enfisema que lo ahogaba y hacia escupir
continuamente, pero funcionaban.
Durante treinta o cuarenta
había tomado ron, aguardiente, Pedro
Domeq, cuando podía, pasando por la bebida de los obreros, la de 25
centavos de Pati Cruzao, - aquel que
en la etiqueta de la botella mostraba, abrazados, dos marinos borrachos con los
pies cruzados -, que, dicen, era aguardiente de tercera de las bodegas Bacardí.
Bebió durante años sin
límite, por fiestero y mujeriego, Bachata
le decían, por el placer de divertirse con los compañeros siempre y en
ocasiones con las rumberas, en competencias entre los más resistentes tomadores
de ron, en toques de santo y bembé, él, que no creía ni en
el Espíritu Santo. Aquellos riñones
lo aguantaron todo, al igual que su hígado; trabajaban sin una piedra, sin un
cálculo, sin infecciones: pensó donarlos para algún joven que los necesitará.
Le habían servido bien, pero ya no los quería.
Su corazón todavía mantenía
la tensión: 8.0 de mínima y 13.5 de máxima. ¡Era el de un muchacho!
Aquel corazón que se paralizó de miedo cuando lo detuvo la guardia rural,
cuando lo comenzaron a colgar de una alta y frondosa guácima o cuando tuvo que
matar para proteger a los compañeros en huelga o contra el delator de los
planes de su célula conspirativa o cuando se paraba sobre los cajones de
madera, tribunas de obreros en lucha, para arengar y orientar las acciones a
realizar o...
Sí, aquel corazón lo había
acompañado muchos años, casi todos malos, unos pocos regulares. Los buenos
vinieron de viejo, con sesenta sobre las costillas y la tercera o cuarta
compañera permanente.
Duraron poco, es verdad,
porque a ella se la llevó el cáncer de manera cruel: primero, fue una
bolita en un dedo del pie, después cortaron los dedos, más tarde
el tobillo, siguieron cortando pierna y muslo y el cabrón seguía pa
arriba: hasta los pulmones. Dos años de agonía, sin remedio. Todas las
noches a su lado, sólo, sin hermanos ni hijos, porque siempre había sido un
solitario.
Su corazón no se quebró
entonces, que más hubiera valido que hubiera sido así, pues veinte años
inútiles le habría ahorrado.
¡Mentira! ¿Por qué engañarse
ahora, sólo con su conciencia? No había querido morir entonces, como ahora si quería. Como se
consideraba un hombre práctico, con
la muerta de cuerpo presente, se buscó otra compañera, el mayor de todos los
errores de su vida, ahora lo sabía, demasiado tarde, muerta ella
también.
En aquellos dos años había
conocido la muerte de cerca, demasiado de cerca. La más terrible de todas,
lenta, dolorosa, estúpida, sin salvación e inútil. Todo lo había visto
en aquellas salas: niños muy pequeñitos sentenciados, hombres y mujeres en la
plenitud de su vida frustrada, que no entendían cómo les había pasado esto a ellos. Ancianos, unos luchando todavía con todas sus fuerzas
por seguir viviendo, otros esperando,
entre resignados e inconscientes, la muerte.
Sí, entonces había sentido
un miedo diferente a todos los anteriores. Miedo a que esa muerte miserable le tocase también a él.
Aquel cuerpo le había
servido bien, justo es reconocerlo. Demasiado bien. Ahora quería dejarlo y él
se negaba. ¿Por qué había vivido tantos años mientras la muerte punteaba a su
lado sin llamarlo nunca? No lo comprendía.
Cuando nació, allá por el 1,908,
fue con una deficiencia genética. Eso lo aprendió seis décadas después.
No podía asimilar la leche porque en su organismo faltaba la enzima que
convertía la lactosa en alimento. La leche, de todos los tipos, era un purgante
que le arrancaba la vida con cada vaso.
Casi muerto y sin que los
médicos encontraran la causa, su pobre madre, hija de esclava y sin más
sabiduría que la del pueblo, decidió ir probando los alimentos hasta encontrar
aquel que le hacía daño. Descubierto el santo, fue fácil hallar el
remedio: tisanas y jarabes, agua de cáscara de arroz, puré de bananos
hervidos, malangas y frutas la sustituyeron.
Cuando de hombre, una de las
muchas veces que estuvo preso en el castillo de El Príncipe por organizar huelgas y protestas contra la patronal y
el tirano de turno, probó por vez primera el arroz con leche, se hartó de él;
las consecuencias fueron que casi muere deshidratado. Nunca más lo comió.
Esa deficiencia la transmitió a los hijos varones: es el único reproche que podía hacer a su cuerpo.
Después vino el hambre. A
los siete años murió el padre. Había venido a luchar contra el mambí y se quedó
en la Isla. Juntóse con la negra
buena y con ella tuvo varón y hembra antes de morir, además de una modesta
tintorería. Quedaron en la miseria al
apoderarse los dos hermanos del difunto del pequeño negocio. Los tres
galleguitos habían venido a “hacer las Américas” para poder tener las 1,500 pesetas por cabeza que
los “señoritos” pagaban para no hacer el servicio militar.
Cuando su compañero por más
de veinte años sintió la llegada de la Parca, le pidió casarse para que no
quedara desamparada y heredara la parte del negocio suyo de lavandería. Ella
se negó: si había vivido veinte años a su lado, no iba a darle el disgusto
con los hermanos en el momento de su muerte. Por tanto, a lavar pa la
calle y limpiar en casa de blancos.
Ellos, a la escuela
elemental mientras pudieron, después a luchar por la vida. Vender periódicos,
limpiar zapatos, hacer mandados, limpiar casas cuando tuvo 13 o 14 años. También cuando pudo, monaguillo
en la iglesia de Jesús del Monte. Como
una cosa conduce a la otra, mozo recadero en los prostíbulos, con pagos en
especie y alguna que otra vez en dinero. Allí también tenía un lugar donde
comer y dormir.
La buena madre término con
su bienestar: pobres, pero honrados. De
chulo nada bueno iba a ser en
Su próximo trabajo fue
ayudante de proyeccionista de películas del cine Tosca. El operador era un
aragonés, anarquista o libertario, según lo quieran llamar. Como buen
anarquista era autodidacta, instruido, culto, humano y humanista. Se
dedicó a enseñar y educar al mulatico, a prepararlo para enfrentar la vida y la
lucha contra el Estado opresor.
“La Conquista del Pan” del gran geógrafo, anarquista y príncipe ruso,
Pedro Alexis Kropotkin fue de sus primeras lecturas. José Ingenieros y su “Simulación en la lucha por la Vida” y “El Hombre mediocre”, elementos básicos de su formación
cultural. Bakunin,- con su negación de
toda autoridad sobre el Hombre -, el materialismo de Feuerbach y el anarquismo
de Proudhon completaron su instrucción antes de llegar al marxismo y comenzar
con “El ABC del Comunismo” de Nicolás Bujarin.
George Sorel le dio la base teórica sindicalista y de acción con su
tesis de la violencia necesaria para la liberación de la clase obrera.
Aquellos sí fueron buenos
años. A los diez y seis era un conspirador experimentado. A los diez y ocho
renunció al anarquismo, convencido que su reino no era de este mundo. Pasó
al anarco-sindicalismo y de ahí, como casi todos los luchadores del 20 y 30
del siglo pasado, al comunismo materialista y democrático, porque él era
un “hombre práctico”, su frase preferida.
Con 20 años era un agitador
profesional y organizador de sindicatos. Del transporte, del
azúcar, de los textiles, que entonces se llamaban de la aguja, de todos aquellos donde lo enviara el Partido y
reclamaran los trabajadores.
Una vez estuvo diez y nueve días sin bañarse: por camisa el pulóver,
con la marca del disparo de un compañero asesinado en Nueva York,
comiendo cuando podía, escondido de la Guardia Rural, la que ahorcó a más de
uno por parecerse al mulato flaco del “pulóve”.
Al final, regresó con la misión cumplida: organizados sindicatos de los
azucareros en muchos ingenios (fábricas de azúcar de caña).
El éxito fue el comienzo del conocimiento de la diferencia entre la
teoría y la práctica política, la diferencia entre el ideal y lo real.
Demostrada su habilidad, valentía y capacidad organizadora, lo propusieron para
ir a las escuelas de dirigentes en
Lo dejaron de “cuadro profesional”, como se decía
entonces. El Partido asumía sus modestos gastos y su cuidado. Su tarea sería buscar obreros con condiciones
de dirigentes sindicales para el Partido, organizar huelgas, preparar
sindicatos. Mantener el enlace con
Fueron años de lucha y satisfacción. Por una causa justa y
desinteresada. Los riesgos, las prisiones, el hambre, la muerte, no eran un
precio demasiado elevado.
Lo malo vino cuando se
equivocaron, cuando ellos, - el Partido y sus dirigentes -, en la lucha contra
el tirano machado, entendieron
que la huelga del transporte debía responder a demandas económicas y ordenaron
el retorno al trabajo. Los obreros no lo aceptaron: entonces la
huelga económica se transformó en política y general hasta la caída del Señor Presidente. ¡Caro pagaron su error
de apreciación!
Peor fue después, cuando a
un tirano sucedió otro, el sargento jefe del ejército, y ellos no comprendieron
que las condiciones nacionales e internacionales habían cambiado y siguieron
con los mismos métodos de lucha y presión social: así fracasó la huelga de
marzo del 35, un mes después de nacido su primer hijo.
El hombre la recordaba bien:
habían tenido que esconderse todos, perseguidos por las turbas que gritaban: “Ese es comunista... a cogerlo...” Las
mismas turbas que habían aplaudido al tirano anterior y después, a su caída,
habían masacrado a sus seguidores y robado cuanto pudieron apoderarse.
Su primer hijo había nacido
en febrero y la madre, con el bebe en brazos, había tenido que abandonar la
casa que les había dado el Partido y huir ella también. Fue una amarga lección de cómo las masas cambiaban
de parecer según sople el viento, según les sirva a sus intereses. No la
olvidaría nunca.
El hombre sonrió al recordar
a la mujer y a su primer hijo. Estaban acostados en un camastro, en una casa
del Partido. Leyendo, Kazan, perro lobo.
Ella, “caballo grande, ande o no
ande”, como le gustaban a él, intelectual, estudiante de escultura,
poetisa, feminista y femenina, organizadora de las mujeres en la lucha por sus
derechos, 20 años. Él, autodidacta, luchador reconocido y apreciado por
su valor y capacidad, 22 años. El jergón era estrecho: la gasolina no
debe estar cerca del fuego. Así comenzó la cosa. Como era
lógico, pidieron permiso al Partido para estar juntos; fue el primer
paso.
Cuando ella quedo
embarazada, pidieron permiso para tener el hijo. El médico del Partido
dijo que estaba muy débil y desnutrida para tener un niño, que su vida
peligraba, pero ella se mantuvo firme: había roto con su otra patria, - pues
era norteamericana por nacimiento: formación cultural y política -, más la
pérdida de sus hermanas, familia, su pasado y su futuro por aquella unión y
aquel hijo. Prefería arriesgarlo todo en la esperanza de sobrevivir. Lo
logró, pero viviendo “a salto de mata”, sin ingresos ni ayuda, no
tardó en “coger” la tuberculosis.
Había sido una buena
compañera, tal vez no la mejor, pero se comprendían. Como ambos defendían el ideal del amor libre, sin ataduras burguesas, habían vivido 23 años juntos
sin más exigencia que el mutuo amor, en una sociedad racista, machista,
conservadora y puritana bajo el barniz de la indiferencia. Bueno, 23 juntos no,
porque eran demasiado independientes, pero lo cierto es que dos años después de
“firmar los papeles” se habían separado para siempre.
El tener ideales es poco práctico. Cuando el sargento pasó a Presidente, cuando se dijo por
la dirección del Partido que tenía pasos
progresistas y la Internacional ordenó detener la lucha social a cambio de
lograr el reconocimiento diplomático de Rusia por los EE.UU. y la guerra
imperialista fue transformada en la salvación de la Madre Patria Rusia y ahora
sí podían ir cubanos a ella, se separaron del Partido y del apoyo y ayuda que les prestaba.
Él, agitador obrero
profesional, tuvo muchas dificultades para encontrar un trabajo más o menos
estable. Ella, intelectual de izquierda, feminista reconocida, las pasó verdes
y maduras para hallar un sitio bajo el sol. Se hizo traductora de cuentos,
novelas en inglés y de cuanto le diera aunque fuera un modestísimo ingreso.
Sí, pensaba ahora el hombre,
había sido poco práctico. Había
desperdiciado además, la oportunidad de su vida, de su familia, de ser rico,
sin hacer mucho daño. Su hermana se había unido a un modesto chofer del ejército constitucional. Por azares del destino, resultó ser el hombre
de confianza, primero del sargento que dio el golpe de estado el 4 de
septiembre, después devenido en Presidente de la República en 1,940.
Con los hombres del Partido
en el Ministerio del Trabajo y la Central de Trabajadores, todos amigos suyos e
incluso captados por él cuando eran simples obreros, con sus condiciones de
dirigente obrero, hubiera logrado cualquier cargo que se hubiera
propuesto.
Durante sesenta años, al pensar en aquella oportunidad perdida, sentía
una incomodidad interna que lo inquietaba siempre. ¿Había actuado
bien? El precio fue muy alto: murió uno de sus hijos mellizos. Dos
varones y la hembra sobreviviente fueron para centros de niños con padres
tuberculosos; su compañera ingresada con un pulmón deshecho, fue una de las
primeras a las que en Cuba se le realizó el neumotórax.
¿Qué habría sido de sus
vidas si se hubiera dejado “pasar la mano”
e hincar un poco los dientes en el jamón del dinero del estado? ¿Tenía derecho
a renunciar a esa oportunidad? A veces lo dudaba. Otros, muchos otros,
lo hicieron y él no era mejor que ellos: vivieron tranquilos y disfrutaron del
poder y sus riquezas, con la frente en alto, mirando de frente y la voz alta.
Debía reconocer que no había
sido práctico. Siguió con su sindicato y las
luchas obreras, en ello puso el sentido de su vida.
Ahora que tenía tiempo,
acostado o sentado todo el día y toda la noche, con un condón (preservativo) a
modo de guante en su pene, con una
manguera para recoger el orine que ya su vejiga no retenía, pensaba que su vida
había tenido tres tiempos: uno, la de conspirador hasta los años 40; otro
de dirigente obrero hasta los 55 y uno más hasta el 64. Después, había
sido sólo el lento desgaste de su cuerpo y de su mente. Sí, más o menos
coincidían con su edad física.
Cuando llegaron los barbudos los miró escéptico. Había
vivido y visto demasiado. El buey viejo
no aprende trucos nuevos. Ayudó, si, con lo que sabía hacer, organizar y
educar a los obreros. Creó la escuela de superación con casi 400
alumnos-trabajadores. Mecánica, tornería, reparación de estructuras
automotrices. Todos lo querían, Bachata,
le decían los compañeros por su espíritu alegre, compartidor, limpio y directo.
Todavía estaba fuerte: solo, de espaldas a la defensa,- el protector trasero de
un ómnibus, era capaz de moverlo.
Querían que ingresará en el nuevo partido: no, ese era un error que no
iba a repetir. Además, su
sentido económico y político, su visión clasista de la sociedad, su formación
materialista, no conjugaba con las nuevas ideas, con los nuevos-antiguos
errores. Poco después apareció el inevitable oportunismo político,
disfrazado de extremismo. El mismo que había conocido a la caída del tirano
en los años 30. Los compañeros de
viaje se acercaban al jamón, ahora que no había peligro. Todo el que les
estorbará, era un enemigo de clase. ¡Cojones! ¡Decirle eso a ÉL! Se fue pal carajo, pa su casa, con su negra
buena.
Cuando ella murió tenía 75
años. Pensó hacer igual que Pablo Lafargue y su esposa Laura, hija de Carlos
Marx, que decidieron y lo hicieron, que cuando llegaran a los 75 se
suicidarían. Querían evitar lo que le pasaba a él ahora: la lenta agonía, la
pérdida gradual de facultades, el sentirse inútiles para sí y carga para los
demás. Sus vidas habían
sido plenas y cumplidas, no tenía sentido seguir existiendo.
Lo habían hablado a veces su
primera compañera y él. Tenían, como pareja, muchas coincidencias con Pablo
Lafarge y Laura Marx. Con Pablo, él, por mestizo, luchador de
barricadas, hombre de acción más que de teoría, organizador natural. Con Laura,
ella, por culta, educada, brillante intelectualmente, dulce y firme,
intransigente con los principios,
dedicada a la lucha por los derechos y la igualdad de la mujer.
Cuando los mellizos nacieron
el 26 de septiembre, igual que Laura Marx, fue inevitable que los nombraran
Pablo y Laura, aunque él poco vivió.
Una cosa lleva a la otra, y
el vivo-muerto pensó en los hijos y lo extraños que eran: no basta hacerlos,
hay que educarlos y él no pudo o no supo o no quiso. Si, sus tres primeros
fueron a parar hogares infantiles, donde los veía una o dos veces al mes. Pasó
el tiempo en que se forman los afectos familiares y crecieron sin padres.
Después… eso no se recupera.
Él, que no tuvo hogar, no
sabía cómo atraerlos, cómo tener su confianza y afecto. Lo veían aparecer y desaparecer sin dar
importancia al hecho y eso le dolía, pero no sabía la manera de ganarlos o tal
vez, como era un hombre práctico, no
otorgaba mucha importancia al cariño. Para colmo, los dos varones eran
copia de la familia de su compañera, en nada se parecían a él.
Un día se apareció en su trabajo un mulato de veinte y tantos, alto, bien plantao, preguntando por él. Cuando lo recibió, a quemarropa, le dijo: “Yo soy su hijo.” ¡Coño! Por poco se cae de culo. No hacía falta que lo dijera, pues era su retrato vivo. Jorge: mi medio hermano.
Sí, tenía hijos porque eran
suyos, pero no existía el cariño paternal y fraterno. Él y ellos lo sabían. Respeto sí,
admiración tal vez, amistad, es posible. Se portaban bien con él, ahora que no
podía ni bañarse: lo cuidaban, vestían y atendían. Lamentaba el tiempo perdido,
pero eso ya no tenía remedio.
Sí, Pablo y Laura Lafargue
tenían razón. Como dice la Biblia, recordando su época de monaguillo: “Hay un tiempo de acercar las piedras y un
tiempo de alejar las piedras”, un momento donde la muerte no es un error,
como reconociera Lenin, pero él amaba mucho la vida entonces. Su cuerpo estaba
entero, casi como ahora, trabajaba la carpintería en la casa, leía mucho, oía
las emisoras internacionales, era respetado y escuchado por jóvenes y no tan
jóvenes. No tenía mucho sentido, para él, poner fin a su existencia.
El problema comenzó a los 90
años. Primero un ojo, el nervio óptico, después a leer con lupa. Más tarde no
pudo leer más. Quien durante 80 años no había dejado un día de leer, desde la
primera página hasta la última de los periódicos, por costumbre conspirativa,
ahora no podía hacerlo. Pero todavía podía oír la radio, hasta que ni eso pudo:
se rompió su radio grande y con el moderno que le regaló el hijo no se
entendía; no encontraba las bandas ni sus emisoras... El mundo se cerró para su
mente.
Ahora no quería seguir
viviendo. ¿Para qué? Pero aquel cuerpo se negaba a rendirse. ¿Sería terco el
cuerpo? Ya estaba cansado y quería que lo dejara dormir para siempre.
Ahora que tenía tiempo,
demasiado tiempo, a ratos se preguntaba el sentido de su vida, sí había valido
la pena vivir tantos años.
Todo lo había visto: desde el surgimiento del Estado de los
trabajadores, hasta su caída, porque no lo era. Desde aquel primer
neosalvarsán contra la sífilis, pasando por la sulfa, hasta los nuevos
medicamentos con que ahora le estaban tratando. La radio de galena, con la
piedrecita, el alambrito para encontrar las emisoras y unos auriculares para
oírlas.
Ahora recordaba haber
comprado una a su hijo mayor, iniciándolo en
Tenía dudas si había valido
la pena tanto sacrificio estéril. ¡Mentira! El sacrificio no había sido
estéril, esto era una pendajada de
viejo cobarde y él lo había sido pocas veces. Sí. Había valido la pena vivir
la vida.
Recordaba las jornadas de
trabajo de 12-14 horas diarias. Ahora eran de 44, 35 e incluso de 30 semanales.
Recordaba que los obreros no tenían derechos de asociación, de huelga, de
representación. Ahora sí. Las mujeres, las más jodidas, tenían que ocultar sus
matrimonios para que no las echaran del trabajo y eso había ocurrido el otro
día, hasta el 40. Los salarios eran menores para ellas, no tenían atención ni
hospital materno, tenían que acostarse con los jefes o no trabajaban. Eso se
había acabado, bueno, casi
acabado.
Recordaba la Ley del 50 por
ciento que daba la mitad de las plazas a los cubanos, a la que ellos, el Partido, se había opuesto,
por consideraciones ideológicas, al estimar que todos los obreros eran hermanos,
desconociendo que los cubanos no tenían derecho al trabajo en su Patria, que
los sobrines de los gallegos eran
quienes ocupaban los mejores puestos y servían de rompe huelgas. Si, aquello
también se había terminado.
Las cajas de retiro para los
trabajadores ancianos o enfermos, verdad que era una miseria lo que recibían y
que los políticos robaban mucho, pero era un avance y una conquista.
Había visto a los barbudos y su obra. Verdad que creía que
no habían construido para el futuro, pero también habían hecho muchas cosas que
no tendrían marcha atrás: no habría más desalojos campesinos, la educación
seguiría siendo universal, la discriminación racial se termino, la educación de
todo el pueblo era un avance enorme.
Sí, en el tiempo que había
vivido, mucho había cambiado el mundo y para bien, con eventuales retrocesos,
como es la historia humana, pero avanzando, como diría Lenin, “dos pasos adelante, uno hacia atrás.” Había
valido la pena vivir y luchar.
Ahora estaba cansado, muy
cansado. No quería ni un médico más, ni un pinchazo más. ¡Que se jodiera el
cuerpo de mierda!
Ahora sólo quería que la
hija sacará su trajecito azul, aquel que había guardado
durante años en su baúl de viejo, con sus papeles de viejo, con sus recuerdos
de viejo, lo repasará y planchará, que le pusiera su dentadura postiza, aquella
que le había quitado por miedo que se
ahogará con ella, lo peinara y afeitará, con camisa blanca y la corbata bonita
que le había regalado el hijo hacia años, y bien vestido y arreglado, lo
pusieran en su caja, que los amigos y los vecinos dijeran:
“¡Quién diría que tiene 97 años!
Este es un viejo bien plantao: ¡que
bien le queda el trajecito azul!” Ahora sería, al fin, ¡también
él, un poco el infinito!
(A
la memoria querida de quien me dio la mitad de la vida; aquel que decía: “hay
que ser práctico en la vida” que murió y vivió como un idealista. Romel.)
Mangoconarroz, https://mangoconarroz.blogspot.com/ - Boletín
Informativo Internacional, - es parte de una trilogía de blogs, cada uno con un
objetivo y contenido diferente: éste evita los comentarios políticos
partidistas: se centra en recopilar información interesante de Ciencia y
Técnica, Social, Internacional, Alimentaria de diferentes fuentes, así como
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Mangoconarrozdos, https://www.mangoconarrozdos.blogspot.com.es - alterna un Personaje público
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las virtudes y características de algún alimento; notas sobre salud, poesía,
literatura.
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