Por Rafael Esténger. La absurda leyenda del donjuanismo martiano. —La media hora de Southampton. —Importancia de fijar el orden cronológico. —Concepto de Martí sobre el amor. —Error matrimonial y refugio postrero. —Los reproches maternales. —La séptima soledad.
María Mantilla Miyares con el Apóstol. Foto del Dr. Antonio Cova, publicada en el blog 230. Vínculo al final del texto.
Al término
de este artículo encontrará un vínculo a El Camagüey con una amplia reseña de la
vida y obra de Esténger y otro vínculo a la de “Gonzalo de Quesada Miranda,
[que] se dedicó hasta su muerte, a continuar la hermosa labor de investigación
y estudios sobre la vida de José
Martí, iniciada por su padre Gonzalo de Quesada Aróstegui,
siendo considerado el más documentado bibliógrafo de
nuestro Héroe Nacional”. Ecured.
El
estilo narrativo de Rafael Esténger corresponde con la época que le tocó vivir.
Hoy, muchas palabras están fuera de uso; la descripción es más breve y directa,
lo cual no resta valor a sus artículos.
En la
relación del Apóstol con Carmen Miyares, de la cual nacerá María Mantilla,
existe un tercero en discordia, que se menciona sólo en uno de los documentos
leídos por el Editor. Con todo el respeto para el Apóstol y su memoria creo
que, como cualquier ser humano, cometió un error ético en la misma. La
hipocresía y las medias verdades no son mi fuerte. Aquí lo dejo.
Finalmente,
destacar el movimiento espontáneo de recuperación de la Historia Patria que se
está desarrollando en Facebook tanto sobre nuestros artistas, como episodios de
la vida nacional anterior a 1,959. Igualmente felicitar a El Camagüey por la
labor divulgativa sobre ilustres camagüeyanos. El Editor.
“No es profanación irreverente, sino más bien necesidad
afanosa de conocer al héroe, esa búsqueda incesante en los papeles de José
Martí, como jamás se hiciera con otros próceres cubanos. Pero aunque no
constituye irreverencia, arrastra seguramente un gran peligro: el peligro de la interpretación torcida, la
ineludible fatalidad de que el “filisteo” juzgue siempre maliciosamente los
actos de su enemigo natural que es el poeta. (Y conviene, tratándose de
Martí, no olvidar nunca su meollo poético, raíz y base de su propia función
revolucionaria).
Y cuando nuestro país afronta precisamente una etapa
de tosca sensibilidad para las cosas del espíritu, de casi absoluto “filisteísmo*”, a nadie ha de sorprender que se extienda la absurda
convicción de que Martí fue una especie de Don Juan o
por lo menos un conquistador impenitente, cuya vida atraviesa un tropel de
mujeres atormentadas, como las que seguían al Burlador en el poema de Charles Baudelaire: “un grand
troupeau de victimes offertes”. [*Filisteísmo:
de filisteo. 3. adj. Dicho de una persona: De espíritu vulgar, de escasos
conocimientos y poca sensibilidad artística o literaria. DLE.RAE.ES.]
Anticipemos, pues, esta afirmación esclarecedora, que
toma muy de cerca la verdad: Martí fue de cierto modo la antítesis del Don
Juan, que por definición es el hombre de apetitos, dominador que avasalla sin
entregarse, y que procura evitar siempre, guiado de frivolidad instintiva, que
la aventura se le convierta en drama. Por el contrario, Martí posee —como hombre de rica vida interior y de
hondas preocupaciones éticas— el sentido dramático de la realidad
amorosa. “El amor es una rosa al revés”, apuntó
en su cuaderno de trabajo, “porque tiene las espinas dentro”.
Nunca Don Juan hubiera podido concebir metáfora semejante: para Don Juan,
incorregible extravertido, la rosa y las espinas se hallan siempre “fuera”, y acaso el “dentro” —lo íntimo, lo espiritual, lo arcano— ni siquiera existió
nunca.
Pero volvamos a Martí. Si algo en él nos asombra,
después de recordar la leyenda que va amenazando con presentarlo como un “galán terrible”, es la brevedad numérica
de sus episodios amorosos que merecieron tal nombre. Cuando los relató hace
algunos años, en un interesante opúsculo* titulado “Mujeres de Martí”, el meritorio Gonzalo de Quesada y Miranda se esforzó sin duda en documentar el elenco
femenino, añadiéndole mujeres que no admiten la preposición “de” con que sugiere pertenencia,
tales como Sarah Bernhardt o Helen Hunt Jackson, y aun la madre, doña Leonor, y la segunda esposa de
Mendive. Sospechamos que este valioso opúsculo*, más por lo que sugiere que por lo que dice, acaso contribuya
un poco a la leyenda. [*Opúsculo: 1.
m. Obra científica o literaria de poca extensión. D.L.E., R.A.E.ES.]
Si en la página 27 reconoce que “Martí no fue ni nunca pudo ser el tipo del enamorado frívolo, del
clásico Don Juan”, ya dos páginas más adelante se refiere a “sus catorce aventuras en España”, entre las
cuales, según apunta el autor, Martí menciona nada menos que ocho mujeres que le atrajeron
en Zaragoza”, para llegar a deducir que la blonda Blanca de Montalvo “fue seguramente quien le suplicó en vano,
con los ojos humedecidos, que prolongase la cruel e inevitable partida”.
Pero “más
seguramente”, desde luego hay constancia de que Martí partió hacia México
que en el (ilegible), “durante una
luminosa media hora” en Southampton, vio “una dulce muchacha”, de la que Martí explica: “Nos quisimos y nos dijimos adiós para siempre”. Subráyese el hecho:
un amor a primera vista y de sólo media hora, mientras el buque hacía escala.
El comentario de Gonzalo de Quesada es también
merecedor del subrayado: “¡Cuán grande,
dice, es el significado de aquellas cinco palabras: ¡durante una luminosa media
hora! ¡Cuán típicas son de su concepto del amor! En una playa extraña, con una
mujer de raza distinta a la suya, con una dulce inglesita, el peregrino entona
el canto eterno de la vida, pero es tanta la ilusión que pone en ese abrazo con
una hija del Norte, es tal su poder de idealizar siempre, aún el mismo fugaz
trato con una mujer desconocida, que ella también deja en su alma mieles y
perfume y, una y otra vez, al contrario de los que pudieran pensar que sólo se
trataba de un trance ligero, apunta siempre en su lista de amores: “la
de Southampton”.
Sin proponérselo Gonzalo de Quesada, y aún por mucho
de que reitere la protesta de que Martí no fue un Don Juan, tal párrafo induce
a que los lectores sencillos tomen la peripecia como elemento para que la
imaginación se escape hacia el primer acto del Tenorio de
Zorrilla, donde Don Juan y Luis hacen la confronta de sus conquistas.
Pero, lector, si embridas la imaginación desorientada
y te detienes a reflexionar un poco, verás que el episodio de Southampton debe
alcanzar una significación muy distinta en la biografía de José Martí.
Prescindir del supuesto “abrazo con una
hija del Norte”, que no se acredita más que en la glosa exaltada y
(ilegible) a que Martí siguió recordando entre sus amores a la innominada
inglesita de Southampton, apenas conocida “en
una luminosa media hora”. Y llegarás a la conclusión de que la “aventura” no pasa de ser ingenuamente
romántica, aventura de genuino poeta. Si hubiera existido el “abrazo” —y
valga como perífrasis*— la huella no
hubiese sido perdurable. Ningún hombre de buen juicio se hace ilusiones con una
mujer que se le entrega al (ilegible) y no añade otra experiencia posterior a
la facilidad con que ha dejado conquistarse. Precisamente la reiteración con
que Martí evocó a “la de Southampton”
debe tomarse como prueba
plena de la castidad del encuentro. (sic) [*Perífrasis (verbal): 1. f. Retórica. Figura que consiste en
expresar por medio de un rodeo de
palabras algo que hubiera podido decirse con menos o con una sola, pero no tan
bella, enérgica o hábilmente. DLE.RAE.ES. ]
Al estudiar la
vida amorosa de Martí, y en general de cualquier hombre [o mujer], hay que tener
muy en cuenta la cronología. Hace poco más
de tres años, con motivo de la frustrada interpretación cinematográfica
de “La que se murió de amor”, señalé el yerro enorme de presentar a Martí ya en
la cuarentena, con la imagen angustiosa de los últimos retratos para “filmar” el tierno cuento en flor de “la niña de Guatemala”. Se me respondió entonces con la excusa de
que el público no reconocería otra estampa del protagonista. Y se produjo lo
esperado: las autoridades prohibieron la exhibición de la cinta, por
considerarla ofensiva a la sagrada memoria del Apóstol.
Claro está que la intención de los “productores” jamás fue otra que el
homenaje respetuoso. Pero, como sucede muchas veces en la vida, “siempre” en el arte, la intención no
bastaba. Un error
cronológico había trasmutado el idilio guatemalteco en algo muy parecido a un
episodio repugnante. Resulta difícil justificar que un hombre de cuarenta años
sea la causa, más o menos remota, de que muera de amor una adolescente de 15,
y, sin embargo, tratándose de un joven, ahí hay una larga teoría de novelas y
poemas capaz de evidenciar hasta la belleza del inquirido sacrificio.
Otra significación habría en la historia, y otra,
desde luego, en la interpretación cinematográfica, cuando se advierta que
entonces Martí no tenía más que veinte y cuatro años y “todavía” no era apóstol. Los malos biógrafos pecan de
indiferencia ante la cronología y suelen llamar a Martí “apóstol” desde que era muchacho, como si el hombre fuese uno e
inmutable desde la cuna al sepulcro, y como si lo apostólico no hubiese venido
más tarde, a pesar de las experiencias precoces del presidio político.
Puede decirse, eso sí, que la limpia concepción
amorosa de Martí aparece muy temprano. Aún es casi un niño. Desde la cárcel le
escribe a la madre que ese lugar “es una
fea escuela, porque aunque vienen mujeres decentes, no faltan algunas que no lo
sean”. Y ya entonces formula un voto de castidad espontáneo: “A Dios gracias, el cuerpo de las mujeres se
hizo para mí de piedra. Su
alma es lo inmensamente grande, y, si la tienen fea, bien pudieran irse a
brindar a otros sus hermosuras. Todo conseguirá la cárcel, menos hacerme
variar de opinión en este asunto”. Y muchas veces reiteraría después el
mismo pensamiento, que reaparece con insistencia en sus prosas y poesías. La
carta de 1,869 anticipó, en esencia, la metáfora de los “Versos libres” donde proclama que “no es hermosa la
fruta en la mujer, sino la estrella”. Reléase “Amor de ciudad grande” y se comprenderá mejor hasta qué límites se
mantuvo el poeta fiel en su repulsa a los amores mercenarios o simplemente
desprovistos de impulsos espirituales.
En unas páginas que nunca dio a la imprenta, y en las
cuales parece obedecer al ansia de confesarse a sí mismo, dio Martí esta
fervorosa explicación del amor: “Creen
las mujeres con error, y creen los hombres, que una vez dada la gran prenda, la
prenda del cuerpo, el beso sacudido: —todo está dado, y todo conseguido. ¡Oh,
no! El alma es espíritu, y
se escapa de las redes de la carne: —es necesario conquistarla con espíritu—.
Un beso presente desarruga una frente que no basta a desarrugar el calor
entibiado de muy amantes besos anteriores. Ni amante ni amada han de dejar que
la falta de frecuencia de mutuas solicitudes, reveladoras de constantes
pensamientos, hagan sentir la necesidad al alma siempre ardiente del alimento
de que vive, y la empujan a buscarlo, o la proponen para aceptarlo, si los
azares de la vida se la ofrecen. Las atenciones amorosas que se dan son un
cuerpo de resistencia que se hace el alma contra la invasión del amor ajeno… Siendo
tiernos, elaboramos la ternura que hemos de gozar nosotros. Y sin pan se vive: — ¡sin amor,
no!—. No ha de desperdiciarse ocasión alguna de consolar toda tristeza,
de acariciar la frente mustia, de encender la mirada lánguida, de estrechar una
mano caliente de humor. ¡Perpetua obra, obra de todo instante, es la ternura!
Si no, el pensamiento no satisfecho busca empleo. Hay una palabra que da idea
de toda la táctica de amor: rocío-goteo. Que haya siempre una perla en la hoja verde. Una
palabra en el oído, una mirada meciente (¿de mecer? en nuestros ojos; en
nuestra frente, un beso húmedo. El que así no ame, no será jamás amado. Caerá y volverá a caer, y clamará desesperado, y
se perderá en abismos negros, y morirá solo…”
Y el propio
“cuaderno” donde escribió las palabras anteriores nos ha dejado conocer otras:
“El deseo se sube al
cerebro como el vino. Ciega y altera. Se ha de desconfiar de los primeros
impulsos del amor, generados casi siempre, aunque purificados, por una
impresión física. Hay tanto derecho para robar un alma como para robar un
reloj… El mero deseo de poseer no basta para merecer la posesión de lo que se
desea”.
Desde luego, esta concepción del amor desconcertaría
un poco, y hasta haría pensar en la leyenda del donjuanismo, por la sensual
exaltación que revela, si
no pusiéramos mientes en que presupone la victoria de los elementos espirituales
y el reproche al “robo de un alma”,
es decir: al fraude, a la
simulación para el goce, a la brutal conquista de quien no desconfía ante “los primeros impulsos”.
Cuando sale del presidio, rumbo a España, Martí parece no haber tenido ninguna
experiencia amorosa. Nada
de extraño tiene que viva innumerables idilios en España: “catorce aventuras”, dirá Gonzalito con precisión aritmética.
Pero aún falta por añadir que la permanencia en España abarca entonces desde
enero de 1,871 hasta finales de 1,874. Son los años vaguerosos (sic), los años de curiosidad y aprendizaje, tránsito de la adolescencia a la
juventud, que van en Martí desde los dieciocho a poco menos de los veintiuno.
Y además, por arduo que sea el trabajo para evocarlas,
tales “aventuras” solo debieron haber
sido simples amoríos, y en ocasiones, seguramente, algún éxtasis fugaz como el
de Southampton. El drama “Adúltera”,
por otra parte, sólo permite creer, según contara el propio Martí en unas
notas, que “a los dieciocho años de su
vida estuvo, por vanidades de la edad, abocado a una gran culpa”. Pero nada
más que “abocado”, y él lo analiza: “Lo rojo brilla, y seduce: vi unos labios muy rojos en una sombra; pero,
interiormente iluminado por el misterioso concepto del deber, llevé la luz a la
tiniebla y vi de cerca todos sus horrores”.
María García Granados. Foto es.wikipedia.org
Pronto, sin embargo, ha de conocer y amar a las únicas
tres mujeres que imprimirán huella profunda en su vida, antes de surgir el amor
de Carmen Miyares, donde halló el hogar que no había podido mantener
junto a la esposa legítima. Esa trinidad amorosa, de muy variados matices,
comprende tres nombres: el de Rosario de la Peña, pasión tormentosa y breve; el de María García Granados, la
“niña”, y el de Carmen Zayas Bazán, la cónyuge prácticamente incompatible.
Martí cuenta poco más de 22 años al desembarcar por
primera vez en México. Frecuenta las tertulias literarias y en ellas conoce una
“mujer fatal”, fatalmente romántica:
la Rosario del “Nocturno”. Por ella
se había suicidado Manuel Acuña. Y ahora la asedian el satírico Ignacio Ramírez, “El Nigromante”, y el lírico José María
Flores, sensual cantor de “Pasionarias”.
En torno a Rosario parece girar toda la pléyade azteca.
Hay cartas de
Martí que revelan el apasionado desasosiego con que el muchacho, inexperto aún
en trajines galantes, se desesperaba ante la mujer de atormentada experiencia. “¡Qué firme,
qué duradero, qué hermoso amor sería éste —le escribe Martí a Rosario— que empezase con la confusión de dos
espíritus!” Y en la propia carta le confiesa: “Que amé, no ha sido. Que quise amar, fue cierto. Qué sino hoy, lo
espero”. Sin embargo, aunque con ella vivió momentos de pasión, el episodio
fue bastante efímero. Si se quiere, efímero e intenso. Poco después, Martí ama
a la que elegirá como esposa: a Carmen Zayas Bazán, camagüeyana residente en
México, y aún las crónicas añaden otro nombre: el de la actriz Concha Padilla.
Recuerdo que la propia Amelia, hermana del apóstol, me
refirió la escena del Teatro Principal de México, cuando las ovaciones del
público reclamaban la presencia del autor de “Amor con amor se paga” y Martí salió cogido de la mano de los
intérpretes de la obra: de Enrique Guas de Pérez y de la Padilla. Le pregunté
si entre Martí y la Padilla hubo en verdad amores; pero Amelia no supo
responder con certidumbre. “Me acuerdo,
dijo, que Carmita estaba muy seria
aquella noche”.
Hace pensar que se trata de otra leyenda caprichosa la
misma dedicatoria que Martí escribió poco más tarde, el 30 de marzo de 1,876,
en un ejemplar del proverbio “Amor con amor se paga”, que regaló a Concha Padilla. “Concha, le dice: usted tomó esta escena descarnada, y puso en ella
corazón, gracia y talento; es justo que su primera página sea toda de gratitud
y de especial cariño para usted de su respetuoso amigo y servidor —J.
Martí”. Ningún amante dedicaría una obra despidiéndose como “su respetuoso amigo y servidor”. Ni
siquiera en México, país de parsimoniosa cortesía.
Estos años de la primera juventud son años de
tormentosa incertidumbre. Con adivinación genial, Martí presiente su destino. “Vivo”, le dice a Rosario, “porque yo he de ser más fuerte que todo obstáculo y todo dolor. Pero
despiérteme Ud. a la agitación, a la exaltación, a las actividades, a las
esperanzas, a todo cuanto pudiera hacerme posible la excusa y el olvido de la
vida”. A continuación declarará sin rodeos: “Yo necesito encontrar ante mi alma una explicación, un deseo; un motivo
justo, una disculpa noble de mi vida. De cuantas vi, nadie más que usted podría”.
Debieron parecer a Rosario muy extrañas semejantes palabras, que hoy
entendemos con facilidad relativa por conocer la trayectoria final de quien las
escribiera. Un joven que pide a la amada, más que el amor mismo, el que le
“despierte”, le sirva de fuerza
animadora.
La tragedia matrimonial del apóstol tenía que
desencadenarse sin remedio. Y ni siquiera parece justo culpar a la esposa que
no se resignara al sacrificio del hogar en aras de unos ideales políticos que
tampoco la entusiasmaban.
Por otra parte, la segunda deportación de Martí a
España complica más esa desavenencia profunda, que desde la renuncia de la
cátedra de la Escuela Normal de Guatemala ya se había entremezclado con las “innobles melancolías de los apuros
pecuniarios”. Al escapar de Europa a Nueva York, sintiendo más que nunca la
soledad y la incertidumbre, Martí conocerá pronto una mujer que le ha de
ofrecer hospitalaria ternura, y la conocerá en un período en que la esposa le
envía cartas exasperantes, donde le habla de lo “cuerdo” que hubiera sido aceptar el Pacto del Zanjón y abrir bufete
de abogado en Cuba, en vez de insistir en una quimera. Por aquel tiempo
Martí anotó con pesadumbre: “En el matrimonio, en cuanto empieza la falta de
identidad, ya no cabe felicidad”.
Carmen Zayas Bazán. Foto s/a
La esposa hace esfuerzos por adaptarse a la triste
vida que representa la
función de apóstol. “Desde hoy
espero tus órdenes para hacer lo que mandes. Créeme, Pepe, yo no quiero sino
que olvidemos el pasado. Es necesario estar unidos por nuestro hijo; no se le
da la vida a un ser sino para sacrificarse por él”. Esta carta sería muy
fácil de comprender y justificar a los ojos de una madre. Rezuma maternidad ejemplar y
eterna; propósito de sacrificarse “sólo”
por el ser a que le diera vida. Y este principio, desde luego, excluye y
rechaza cualquier género de “misionería”
revolucionaria. Nada más lejano de él que ese sentido de la familia de que
hablaba Martí al decirnos que “las grandes ideas y las grandes
acciones son la familia natural del grande hombre”.
Y aun la propia madre de Martí contribuía a
intensificar la soledad en que se hallaba. Tras el viaje a Caracas, aconsejado
por Carmen Miyares, doña Leonor aprovecha el fracaso del hijo para aconsejarle
prudencia: “Yo creo, le dice, que este viaje te servirá de mucho para ser
algo más indulgente, pues habrás conocido que en todas partes los hombres son
iguales, que hay buenos y malos, y que con todas formas de gobierno hay
descontentos, y te acordarás de lo que desde niño te estoy diciendo: que todo
el que se mete a redentor sale crucificado”. Pocos momentos de superior
angustia debió sentir el “redentor”
como al leer, de puño y letra de la madre, de la que había nacido “con una vida que ama el sacrificio”, las
palabras desalentadoras que le había repetido muchas veces ante sus candorosas
exaltaciones infantiles.
Y en esa soledad Martí encuentra la acogedora ternura
de Carmen Miyares, que lo acepta con sus frustraciones y con sus sueños, que le
mima y le ampara. Llega, pues, “espantado
de todo”, a un amor que no sería caprichosa metáfora llamar “refugio”. Por ella escribirá: “¿Qué importan las serpientes de este mundo,
si se tiene un rincón de paredes blancas, y una mano pura que apretar?” Ya
vecino a la muerte, entre las malezas y zarzales de Baracoa, el apóstol
escribirá a la mujer consoladora: “Véame
vivo y amando más que nunca a las compañeras de mi soledad, a la medicina de
mis amarguras”. (Se refería a Carmita y sus hijas.) Y pocos días más tarde
ha de caer en Dos Ríos llevando junto al corazón el retrato de una de ellas, “como escudo contra las balas”… ¡Qué
absurda y caprichosa fantasía, cuando no embotada sensibilidad o maliciosa
protervia (perversidad), la que se requiere para confundir a un hombre de
amores, que se entrega íntegro y sangrante a cada mujer que quiere llamar suya,
con el Don Juan
despreocupado y sin escrúpulos, cuya veleidad amorosa han llegado a considerar
morbosamente femenina!”
Tomado de Bohemia, Año 40, Núm. 4. La
Habana. Enero 25 de 1,948, pp.25, 55- 56, 58-59. Fuente dé esta publicación:
https://www.elcamaguey.org/rafael-estenger-amor-y-mujeres-en-la-vida-de-jose-marti
https://www.ecured.cu/Gonzalo_de_Quesada_Miranda
Investigación
del Dr. Antonio de la Cova. Fuente y foto
en: http://www.latinamericanstudies.org/maria_mantilla.htm
Aclaración del Editor: he
variado la separación de los párrafos del original, así como destacado con
subrayado, color o cursiva, según he pensado que ayudaba al lector. La edición del
texto es de la Revista Bohemia y, en ella, el espacio en blanco ocupa lugar.
Próxima edición: a mediados de febrero, si todo
va bien.
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