Este es el homenaje que Aldo Rivero Palenzuela hubiera deseado poder
rendir a los patriotas que dieron sus vidas,- y a los que lucharon-, en el
Alzamiento del 30 de Noviembre de 1,956 en Stgo de Cuba, el año de “Seremos libres o mártires”, y a los que murieron
en otros lugares de la Isla, más los que fueron detenidos y/o torturados.
Son dos narraciones verídicas,- como todas las que escribió-, en las
que se han omitido los nombres de los detenidos. En este caso, uno de ellos
murió ahorcado, después de sufrir torturas terribles. El otro, sin que le
dieran siquiera un golpecito, confesó y hundió a gran parte de la organización
del Movimiento 26 de Julio en La Habana.
Fue un brillante trabajo psicológico del coronel Esteban Ventura Novo que supo
entrar por el lado débil de un gran luchador,-hasta ese momento-, romper su
resistencia y convertirlo en delator.
Al triunfo de la insurrección contra el tirano, algunos pocos compañeros de lucha tenían la
certeza de quién había sido el Judas, pero no había pruebas, por lo que
no fue perseguido ni denunciado.
Algo parecido al traidor Marquitos, delator del escondite de los
Mártires de Humboldt 7, que estuvo detenido durante tres años sin confesar ni
ser procesado, porque el único testigo que podía incriminarlo había sido
fusilado por torturador destacado, cuando Marta Jiménez,- la compañera de Fructuoso Rodríguez-, pidió que no se
fusilará hasta esclarecer los hechos. Este “detalle”
ha quedado en penumbras y sospechas sobre quiénes más podían estar implicados
en los hechos de Humboldt o protegido al traidor, sabiendo que lo era.
https://oncubanews.com/opinion/columnas/la-vida-de-nosotros/la-delacion-de-humboldt-7/
Les traemos la primera narración de quien vivió los hechos en primera
persona y ya no está entre nosotros, el querido Bromo-seltzer, apodado así
porque el anuncio en la TV cubana, era el lanzamiento de una pastilla del antiácido
dando vueltas en el aire para caer, felizmente, dentro de un vaso de agua. El
Bromo, también felizmente, escapó muchas veces de una detención casi
inevitable.
JUDAS.
Cuán lejos estábamos de imaginar el fin cercano de la tiranía, aunque
las victorias del Ejército Rebelde eran continuas, después de haber derrotado
la ofensiva batistiana, en la que el tirano cifraba sus últimas esperanzas.
Muchas eras las poblaciones de territorios liberados, no solo en las
montañas rebeldes, sino también en el Llano. La lucha en aquel frente se
desarrollaba impetuosa y el saldo de los combates y batallas contribuía a la
desmoralización del enemigo, incapaz de imprimir cambios a su favor. Los altos
mandos militares del régimen, conocían la situación real, al igual que en el
Palacio Presidencial. La idea de la huida había
comenzado a germinar entre ellos.
Esta situación, de crisis para los asesinos, incrementaba la represión
en la Capital, agudizando un panorama ya de por si en extremo difícil y
riesgoso. Mientras los jefes militares connotados y la alta cúpula gubernamental,
trataban de poner su dinero y familia en el exterior, en el reducto del régimen
se concentraban sus relativamente numerosas fuerzas, ajenas al inminente
desastre.
Las debilitadas organizaciones revolucionarias de las ciudades que, en
los primeros meses de 1,958 habían perdido, en desigual combate, sus
principales dirigentes en los días cercanos y posteriores al 9 de abril: fecha
terrible para los revolucionarios.
Al Servicio de Inteligencia Militar, SIM, el Buró de Represión de
Actividades Comunistas, BRAC, el Departamento de Investigaciones y un numeroso
grupo de unidades territoriales, más un extenso y secreto ejército de
colaboradores, confidentes y delatores, dirigían sus esfuerzos contra los pocos
combatientes urbanos sobrevivientes.
En esas difíciles condiciones, Rolando, como tantos otros, con valentía
y decisión, mantenían el enfrentamiento a la tiranía en condiciones
extremadamente complejas. Cada jefe superior, al igual que los responsables de
grupos de acción, con frecuencia cambiaba su seudónimo, la apariencia física,
el modo de vestir, así como los lugares de contacto.
Al cambio externo, correspondía el interno. Las tranquilas aulas
universitarias; su mundo ha pasado a ser el de las reuniones secretas,
riesgosas, en paradas de ómnibus, un parque, una funeraria, bibliotecas,
billares o en algún que otro apartamento ocasional.
Rolando empleaba el día y la noche en los trajines conspirativos:
tomando las mayores precauciones, se dirigía de uno a otro escondite, para
poder descansar con un mínimo de seguridad. En su caso, era en esos instantes en
que empleaba algún tiempo para recrearse con el recuerdo de su novia, lo que
constituía su único y breve instante de felicidad personal.
Estaba enamorado hasta la última fibra de su ser, de quien constituía
la piedra angular de todas sus esperanzas de futuro, ahora tan distante como
añorado. La violencia, el enfrentamiento constante con la muerte, la traición y
la soledad, habían acrecentado aquel amor como un refugio seguro, siempre
esperado contra los riesgos del diario vivir: los encuentros eran un bálsamo
benéfico para él, aunque la tensa situación imperante había ido haciéndolos más
breves y espaciados.
Por sus intervenciones personales en la dirección de hechos y acciones,
su nombre y personalidad había llegado a ser del conocimiento de los cuerpos represivos
de la Capital. En las tristemente célebres estaciones de policía,- la Novena o
la Quinta-, como en el Buro de Investigaciones, a los detenidos se les insistía
en los interrogatorios, una y otro vez sobre Rolando, formas de identificarlo y
detenerlo. Se había convertido en unos meses en uno de los luchadores más
buscados por los órganos represivos.
En esas circunstancias, Rolando y Claudia deciden unir sus vidas. El
temor que ella sentía ante su posible muerte o la improbable prolongada
prisión, forzó un matrimonio precipitado, secreto e íntimo, cuyo objetivo era
lograr un poco de felicidad para ella y tranquilidad espiritual con el ansiado
logro de un hijo, sobre el que volcar su amor en ausencia del padre. Éste,
accedió a la boda, que se efectuó una tarde del mes de julio, con los
requerimientos de rigor, más el riguroso secreto.
En un modesto lugar se celebró la unión de los esposos por un día, pues
la lucha, a la que él, de inmediato, dedicó sus fuerzas, imponía la separación.
Ella regresó con sus padres y, pocos meses más tarde le comunicó la buena
nueva: pronto tendrían un hijo.
Había citado a su compañero Roberto para el parque de Juan Delgado, en
Santos Suárez. Su compañero de lucha conocía muchos detalles de sus actividades
en los últimos meses, incluso su relación con Claudia, del amor que sentía por
ella y la preocupación por su estado.
Desde lejos, observó los alrededores del parque, tanto receloso de una
emboscada como por volver a encontrarse con Roberto, quien estaba acompañado de
un hombre, sentados en un banco del parque.
Al acercarse, se da cuenta que Roberto ha roto una de las reglas de la
lucha: está con un
desconocido, lo que viola la compartimentación clandestina. No tuvo
tiempo de reprocharle el error. Un rostro burlón, entrado en años de un hombre
fuerte, lo contempló con odio manifiesto, al tiempo que saltaba violentamente
del banco y, como un relámpago, extraía un arma que hundía contra su pecho: ¡- Estas preso!, ¡Levanta las manos! En ese instante, el que media entre la vida y
la muerte, sin salir de su sorpresa, levantó los brazos. Fue su primer acto de
rendición.
Desde distintos escondites salieron otros hombres que lo rodearon, Había caído en una trampa. Roberto lo
había traicionado, y lo que era peor, él se había rendido. La tortura y la muerte lo
esperaban de inmediato. No dice una palabra. Se encuentra desconcertado:
todo le parece una pesadilla.
Siente que uno de los esbirros hunde el cañón de un arma contra sus
costillas; otro le arrebata la pistola de la cintura. Observa, como en sueños,
como algo ajeno a él, que manipulan su inseparable arma, compañera de tantas
riesgosas y exitosas acciones. Retiran la bala que estaba permanentemente en
su recamara.
Una voz rota y temblorosa, hueca, vacía, implorante, la de Roberto, le
llega desde donde están sus captores: ¡Todo está perdido!, ¡Lo saben todo!, ¡Si no hablas nos
matarán! Lo mira incrédulo: no comprende cómo su
amigo y compañero ha traicionado y lo ha entregado sin hacer el menor esfuerzo por alertarlo; el
mismo que ahora lloriquea por su vida a cambio de la traición.
Dos carros ponen en marcha los motores y encienden las luces. Llega un
tercero con estrepitoso frenazo del cual baja un esbirro que lo golpea
fuertemente e insulta, al tiempo que lo conduce de prisa a un coche, mientras
Roberto es llevado a otro.
Lo tiran en el asiento trasero del Oldsmobile negro. A ambos lados se
sientan dos asesinos uniformados. Parten con la acostumbrada violencia,
aullando las gomas al impacto con el pavimento. Enfila Santa Catalina rumbo a
la Ciudad Deportiva. En Boyeros, sigue sin respetar el semáforo. Uno habla por
radio respondiendo al llamado. Escucha y responde: “-Sin problemas. Lo hemos detenido sin mayores problemas. Mansito. Vamos
hacia usted”.
Este hombre, que parece ser el jefe de la operación, se vuelve y le
escupe más que habla. –Vamos a ver si ahora eres tan
cojonudo como dicen. Vas a ver lo que te espera, cacho de hijo de puta.
Rolando, sudoroso, guarda total silencio, mientras con dificultad trata de
mirar hacia atrás, comprobando que lo sigue sólo un patrullero; el otro ha
llevado a Roberto en diferente rumbo.
Se aproximan a
su destino final: en sus pensamientos aparece
con fuerza Claudia. Esta noticia será para ella terrible. En Carlos III y
Boyeros tuercen los carros a la izquierda a gran velocidad y peligro para los
pocos desprevenidos choferes que se atraviesan en su camino. Se incorporan a
Zapata, paralela al Castillo del Príncipe, que puede ver desde su asiento, pero
al que está seguro no será enviado. Ha llegado a la Novena Estación.
Foto publicada en el periódico Granma.
Como es costumbre en las redadas, entran por el fondo, frenan con violencia,
siendo arrojado hacia delante, aunque sus captores lo sujetan con fuerza. Lo
sacan de prisa del carro. Vociferan ofensas e insultos. Lo sostienen como un
cuerpo inanimado. Corren, llevándolo, los que le sujetan por los brazos y la
cintura, conduciéndolo por un angosto pasillo del fondo… Abren la puerta de una
pequeña oficina, lo tiran más que lo sientan, en una butaca. Ahora siente un
fuerte dolor en el pulmón derecho por los golpes que le propinaron en el
momento de la detención.
Todos se retiran dejándolo solo con
sus pensamientos. En el silencio denso, pesado de aquel cuarto, antesala del
infierno, anticipando lo que piensa va a ocurrir. Comienza la cuenta
regresiva de su existencia, que espera será muy breve.
Comprende que las detenciones que se están produciendo son numerosas.
Ahora puede oír claramente, los gritos insultantes de los esbirros y de sus
víctimas que se quejan dolorosa y terriblemente. El ruido de la golpiza se
escucha nítidamente. Alguien gime de dolor y siente como si fuera propio, lo
que le ocurre a aquel compañero.
Todo se une en su mente. Gritos, insultos, la voz del locutor de la planta, el abrir y cerrar
de las rejas, el ruido de los autos, pasos que van y vienen por los pasillos,
gentes que corren. No
puede evitar que un estremecimiento de terror lo sacuda y comienza a invadirlo
el miedo. ¿Cuándo será su turno?
Presume que su interrogatorio, como su calvario, será peor, si cabe, en
el afán de arrancarle los secretos que posee. No tiene dudas. Está en una ratonera. No tiene
escape. Lo han capturado vivo. Quizás uno solo: él sabe cuál es.
Nunca había estado preso y menos en circunstancias tan difíciles como
ahora. Todavía no lo han despojado del reloj y lo mira. Son las doce de la
noche y las manecillas que señalan la hora le parecen que, al cruzarse lo
cortan también a él. El ayer del mañana, la vida de la muerte. Vivir o no. Son los
pensamientos que lo embargan.
Cuando se está solo, el valor es imprescindible e inmedible. Puede ser ejemplar el débil o el fuerte tan frágil como las alas de una
mariposa. En circunstancias como ésta, totalmente aislado y con la
muerte a su lado, el valor personal adquiere una dimensión grandiosa y callada,
cuando nuestra decisión y su precio serán conocidos por los que amamos.
Inesperadamente han abierto la puerta. En su umbral contempla,
alucinado, la silueta de Claudia. Le parece que enloquece, pero el policía
vestido de civil que la conduce, le saca de dudas.
-Tú esposa está desesperada y ha
querido venir a verte. El coronel no ha puesto reparo en ello.
La contempla sin poder decir algo. Su pelo negrísimo, peinado como le
agradaba. Los labios nerviosamente entreabiertos y blancos, a pesar del carmín,
vestida con saya plisada negra y una sencilla blusita blanca, que le destaca
tanto el busto como el rostro hermoso, donde las lágrimas brotan incontenibles
de los grandes ojos negros.
La tensión se rompe. El policía se retira discretamente, cerrando la
puerta tras de sí. Emocionada y suplicante, ella exclama al abrazarlo: ¡Mi amor, tienes que vivir!, ¡Te has sacrificado
mucho, pero ahora tienes que vivir, para mí, para nuestro hijo!
Solloza la joven.
-Cálmate, eso te hace daño, le
dice, mientras le acaricia el pelo.
Veras que todo pasa. La puerta se ha abierto nuevamente y el policía los
interrumpe: -Lo siento, pero el tiempo se
ha agotado, expresa y, tomándola con firmeza de un brazo la separa de
Rolando, cortando la despedida.
Se cierra la puerta y retornan el silencio y los pensamientos. Ha
quedado otra vez solo. Pero es otro hombre. La presencia de ella lo ha
consternado, estremecido, angustiándola también por su parte. Siente una
especie de derrumbe interior. El cuarto vuelve a llenarse con los sonidos del
infierno, impidiéndole concentrarse. De nuevos gritos de dolor, que le
parecen pueden ser de ella lo alteran aún más.
La noche avanza. Se
acerca el amanecer y no vienen por él. La tensión aumenta. ¿Qué habrá
sido de Claudia, dónde la tendrán? Ha perdido la noción del tiempo. Siente
su firmeza resquebrajada, casi rota. Va amaneciendo.
Inesperadamente, se
abre la puerta y un oficial entra con su madre. Lo invade la ternura
filial y se acelera su pulso. En pocas palabras y dura expresión, el oficial le
informa: -Hemos accedido a que tu madre
este contigo unos minutos; le expresa antes de marcharse y dejarlo con
ella.
Sollozando, la madre lo abraza: -Mi
hijito querido, qué te han hecho, al tiempo que con un pequeño pañuelo le
seca la sangre de la cara y le dice: “-Que
va a ser de tu padre y de mí, hijo. Tú no puedes morir”. –Vamos,
vieja, responde maltrecho, estremecido interiormente. No te pongas así. Tú veras que todo pasa.
¿Cómo está el viejo?
-Imagínate como se encuentra: desesperado. No puedes olvidarte de nosotros,
de Claudia, de tu hijo… El oficial aparece de
nuevo, le dice que la entrevista ha terminado y la saca del recinto.
Un peso muy grande cae sobre el detenido. La soledad lo aplasta y, en su cabeza, como una balanza
inexorable, la vida y la muerte penden de su última determinación.
De nuevo, el mundo exterior entra en su cuerpo y mente. En esta ocasión,
violentamente. Irrumpen en el recinto, con decisión y cierta prisa, varios
oficiales de uniforme y algunos subalternos, además de un grupo de esbirros
vestidos de civil.
Foto del blog Erase una vez un cubano. Coronel Esteban Ventura Novo.
En todos se nota el cansancio y la falta de sueño. Están cansados de
dar golpes, gritar, ofender y maltratar sin piedad a los detenidos. Entre
ellos, destaca uno que viste de impecable traje blanco de dril cien. El saco
abierto, permite apreciar una camisa inmaculadamente blanca, adornada con una
hermosa corbata de seda azul, cuidadosamente anudada. En la muñeca, un costoso
reloj de platino. Sobre los cuarenta años, pelo entrecano, pelado con esmero.
De ojos grises y centelleantes. Cara ancha y afilada, recién afeitado. Completa
la limpia imagen que pretende reflejar de sí, un bigote meticulosamente
cortado.
Sus acompañantes guardan prudente y discreta distancia, observándolo
callados, serios, con inocultable respeto, muy próximo al temor. Uno de
aquellos asesinos se adelanta al resto y, con obsequiosa adulonería, toma con
cuidado una silla y la coloca frente al butacón donde esta desplomado Rolando.
El contraste entre ambos es abismal. Los ojos marchitos por la noche en
vela y la tensión constante, la angustia que lo embarga por su destino y el de
los suyos, el rostro sudoroso, grasiento, agotado y desencajado, es la negación
del elegante y alto oficial, vestido de blanco que ha tomado asiento frente a
él.
Ambos se observan. Él, especialista del terror, conoce a quien tiene
ante sí. Cual aura
carroñera, lo percibe blando, debilitado hasta lo más profundo por el miedo,
que ahora sus ojos delatan en la mirada.
Se percata de que el tratamiento
nocturno, en el que ha combinado el amor con el cariño filial, más el terror a
la tortura, ha logrado la ruptura de la firmeza del detenido. Ahora flaqueará, caerá ante él. La imagen del miedo lo confirma.
El derrotado, aunque aún este consciente de ello, sabe que quien está
ante él, es una bestia con aspecto humano, que ante la menor contradicción es
capaz de acometidas brutales impulsado por la ira, en las cuales es capaz de
despedazar a cualquiera.
Lo conoce como un asesino que mata o manda asesinar sin reparar en si
es hombre o mujer, joven o anciano la víctima. Siente miedo ante su sola
presencia. Piensa en su suerte, en la de Claudia, en la de sus viejos. Olvida, destierra de sus
pensamientos la vida de otros, la de aquellos que confiaron y dependen de él,
al igual que Claudia o sus padres: sus compañeros de lucha.
El asesino conoce su batalla ganada y ordena a su gente: -Déjenme solo con él. –A sus órdenes, Coronel- responde uno de
ellos, mientras el resto, sumisos y en silencio, se retiran del cuarto.
-Bueno, Rolando, considero que en
nuestra conversación sobran muchas palabras. Estamos solos y de lo que hablemos
no existirán testigos. Eres un muchacho inteligente, universitario, no tienes
un pelo de bobo. Sabes lo comprometido que estas, lo delicado de tu situación.
Hace tiempo que estamos detrás de ti. Has jodido mucho últimamente y ahora te
tenemos.
Las palabras han sido dichas como por un buen actor, escogidas con
cuidado. Acentuando la intimidad o la soledad, la represión o una alternativa y
van acompañadas de una mirada y gestos que encierran una cierta y medida burla
despectiva, que ya no es capaz siquiera de herir a Rolando, desmoralizado y
opacado.
-Por aquí han pasado otros en
situación similar a la tuya y hemos llegado a un arreglo, mutuamente ventajoso.
No tienes alternativa. O cooperas con rapidez o te descojono. Eso es todo. Espero que comprendas con
claridad cuál es tu situación.
Como con prisa, por otra cita, como si esta no fura muy importante para
él, el coronel mira la esfera de su elegante reloj, sugiriendo al detenido la
brevedad de su plazo.
Nerviosamente, éste se remueve en la butaca y, mirándolo inseguro, de
soslayo, sin enfrentar su mirada, le expresa: -Si coronel, si… lo comprendo perfectamente. Solo quisiera una salida
honorable a mi situación… Usted comprende… mis compañeros.
-Pierde cuidado. Sé cómo tratar eso sin que
ello te perjudique allá fuera. Eso lo arreglaremos adecuadamente, sin mayores
dificultades. No te preocupes. Necesito tu colaboración en algunas cosas que
conoces y en las que me puedes ayudar de ello depende todo.
-Dime donde están las ocho pistolas y las
cuatro Thompson que le entregaste y tiene escondidas Salvador. Necesito sacar
de la circulación a Noa en La Habana Vieja y a Eduardo en Lawton, a Silvio y
Andrés en Santos Suárez que están jodiendo mucho. Además, ¿dónde coño están las
armas que recogieron después del 9 de abril, con las que planean atentados y
sabotajes?
-Coronel… Por su madre… balbucea sin fuerzas y suplicante. Sin
prestarle atención, como si no lo hubiera oído, el coronel prosigue: -El grupo del Chino nos viene causando
problemas y no hemos podido dar con él. ¿Dónde coño está ese hijo de puta?
Habla claro y pronto, sobre todo esto, mira que es la última oportunidad que te
doy.
- Si, si, Coronel, ayudare en todo lo que conozca, en todo lo que pueda,
pero ayúdeme usted también. –Chico, no te
preocupes por eso. Ya te dije que sabemos cómo arreglar estas cosas. Tú veras
que todo va a salir bien, para ti y para mí. El detenido empieza a hablar.
La mirada esquiva, la palabra sumisa, la indiferencia en la conducta,
la falta de entusiasmo, de lucha y de combate en todos los aspectos son ahora
la nueva personalidad de Rolando.
Ya nunca más sería lo que había sido, hasta el instante en que acudiera
a su cita con Roberto en el parque Juan Delgado. Había pactado con el coronel, traicionado a los que
confiaban en él. Había puesto la vida de Claudia por encima de la de otras
esposas, de otras madres. Su amor personal por encima del amor de todos,
quedando a merced de su sombra, oculto y marchito para siempre.
Había muerto el
luchador. Desaparecido el héroe y, con él, la vida.
Entregó los escondites de las armas, las casas de contacto, la vida de
sus compañeros, apartamentos, lugares de reunión. Entregó todo aquello que
debía callar, al precio mismo de su existencia. Como habían hecho otros
compañeros, otros combatientes, lo que ya para él no resultaría posible. Se
había convertido en un JUDAS.
SILENCIO EN LAS PALABRAS.
Aquel día de junio prometía ser claro y caluroso.
Eran alrededor de las diez de la mañana. Agustín salía despreocupadamente de la
pequeña imprenta cerca de Águila y Virtudes, hacía cuya parada dirigía sus
pasos para alcanzar el ómnibus.
No llegó a cumplir su propósito: tres individuos, pistola en mano, lo
sorprenden al lanzarse sobre él, encañonándolo. Uno de ellos, rápidamente lo
esposa, mientras que otro,- que resultó ser el teniente Yansó-, a modo de
estratagema, le dice: “Tú fuiste el que
ayer pico la cara a una mujer en Consulado”.
Esto trae cierta tranquilidad y una lejana esperanza para Agustín… No
hay duda: lo confunden con otro.
Ya esposado, lo sientan en una banqueta del bar que se encuentra frente
al periódico El Mundo. No comprende por qué lo hacen, pero se da cuenta que
esperan algo. Muy pronto entiende de qué se trata: han ido a buscar un carro
que tenían estacionado a cierta distancia. Ahora ya no duda, la historia de la
mujer con la cara cortada era sólo un cuento para ganar tiempo. De un tirón lo
levantan en peso, propinándole un puntapié por la espalda arrojándolo sobre el
piso trasero del auto.
Foto: Periódico Cubano.
Con las manos esposadas, no logra incorporarse quedando allí tirado, en
el interior del auto, aparentemente particular, que han utilizado en la
operación. Para no llamar la atención ni alertar a su víctima, los otros
esbirros se apresuran en montar y marcharse a toda velocidad. Los escucha
discutir entre ellos el destino inmediato al que lo conducirán. Al parecer,
tenían dudas entre la Décima o la Decimotercera estación de policía. Agustín ya
está seguro de que es presa de estas bestias y que le espera un largo vía
crucis.
Han llegado a la Trece, en Lawton. Entran velozmente por la parte
lateral del edificio. Es recibido por el temible teniente Contreras, vestido de
civil. Lo sacan del auto a empellones, siendo conducido hasta un pequeño
saloncito. Son varios esbirros a los que no puede identificar. Están a su
alrededor, describiendo un infernal círculo de muerte. Se trata del juego de la rueda, pero esta vez, sin pan ni canela.
Provistos de cachiporras, fustas, bichos
de buey (miembro sexual del buey, endurecido, que usan como látigo) y otros
instrumentos de los que acostumbran utilizar como método de interrogatorio.
Sin mediar palabra, comienzan a flagelarlo por el frente, la espalda,
los costados. Ha perdido la noción de la dirección de dónde provienen los
golpes. Se da cuenta de que lo empujan a uno y otro lado, cayendo todo sobre su
cuerpo. Un diluvio que siente como una tormenta, sólo que para él, no escampara
y el sol, tan deseado, no saldrá jamás.
Foto: El Sol del Parral.
Su camisa está hecha girones. Tiran de su pelo y siente como las manos
de los desalmados torturadores se llenan de mechones oscuros. El cuero
cabelludo comienza a dolerle terriblemente. Sangra profusamente por la
cara.
-O dices donde están las pistolas
o te vamos a moler la crisma, hijo de puta. Casi no se ha percatado de que
la primera sesión de tortura ha concluido. Se ha derrumbado al piso, ya sin
conocimiento.
Vuelve en sí en el interior de un pequeño calabozo. Tiene una sola
ventana, muy alta y pequeña. Con rejas herrumbrosas, pero suficientemente
firmes como para que no albergue esperanza alguna de poderlas forzar.
El calor es sofocante. No ve bien, pues tiene los parpados hinchados y
anegados de sangre coagulada. Las apretadísimas esposas le causan gran dolor,
las muñecas inflamadas en los lugares en que se incrustan en la carne,
apretadas de forma inhumana.
Siente ruidosos y apresurados pasos que se acercan. Escucha el sonido
de las rejas al abrirse. Lo sacan nuevamente y le dicen: “Tú vas a ver si te ablandas o no te ablandas”. Otra vez comienza el carrusel de
la muerte.
De nuevo las preguntas, los gritos encolerizados. Se reinician los
golpes, ahora quizás con más furia y con mayor fuerza que la primera vez.
Alguien, que se encuentra por detrás, le ha descargado el famoso “telefonazo”: dos golpes simultáneos y
fuertes por ambas orejas. Instantáneo, poderoso y demoledor, el telefonazo le hace perder el sentido
momentáneamente.
Agustín había oído hablar a muchos compañeros de este criollo aporte a
la tortura hispanoamericana, pero nunca lo había sentido en su cuerpo. Como el
martilleo de una orquesta de muerte sobre su cabeza. Todo se ha vuelto rojo y
siente, además, sus risas satánicas y estruendosas.
“¡Ya verás como con este
telefonazo nos vas a oír mejor!” Otra vez el sonido ronco y doloroso le
recorre la cabeza. Ha perdido de nuevo el conocimiento y, al caer hacia
delante, uno de los esbirros, levantándolo con violencia, le propina un golpe
en la cara que no puede evitar.
Se lleva las manos esposadas a la boca, tratando inútilmente de detener
la sangre que brota a borbotones. Percibe con los dedos que ha perdido los incisivos
y, le parece, que un molar. Esta hecho una piltrafa humana. “Bueno, chico. Si hablas, ahora mismo
terminamos”.
Agustín, con los labios adoloridos, responde: -Ustedes están equivocados, yo no sé nada. Enardecidos, frustrados
por la respuesta, ahora le pegan con tal violencia que, súbitamente, todo se
vuelve rojizo, morado, negro, hasta quedar sumido en la oscuridad.
Pensó que habían apagado la luz en una nueva tortura, pero no, es sólo
que ha caído al piso, donde va perdiendo la conciencia.
Muy avanzada la noche, adolorido todo su cuerpo, siente cuando lo sacan
por un pequeño pasillo al exterior de la estación. Esta vez no lo llevan al
odiado saloncito de los interrogatorios. Es conducido, donde tres carros
aguardan. Lo montan en el del centro y arrancan. “Vamos pá tu casa”.
A duras penas puede confirmarles que es un pueblecito del interior de
la Habana. Allí se dirigen a gran velocidad. Han llegado. Es un pintoresco
lugar, no muy lejos de la Capital. Agustín sabe lo que ello va a significar para él, pues allí tiene escondidas
muchas cosas. El carro en que lo llevan, se estaciona en las afueras del
pueblo, en espera del registro y sus resultados.
Al rato, los otros carros regresan parqueando al lado del suyo. Sus
tripulantes bajan convertidos en fieras. Dicen al jefe operativo: “-Mira lo que tiene este hijo de puta en su
casa. Medio quintal de alcayatas preparadas, tres petardos, fósforo vivo,
cadenas para cortar el tendido eléctrico…” Ahí mismo quieren recomenzar con
los golpes, pero alguien se apresura a decir: -“Caballeros, no vamos a perder más tiempo con este hijo de puta…”.
Parten, pero esta vez no van para la Trece. Se dirigen directamente a
la Décima. Allí, sostenido por dos fornidos esbirros, lo llevan a un amplio
salón, en cuyas paredes hay muchas fotos de revolucionarios, activamente
buscados.
Agustín evita mirarlas. A empellones, lo hacen asomarse a una pequeña
ventanita de cristal, forzándolo para que mire a un joven esposado: con el
cuerpo destrozado como él por los golpes. Tirado sobre el piso, sangraba copiosamente.
“¿Tú conoces a ese? ¿Lo conoces o no?” ¡Claro que sabe quién es! ¡Robertico, que estaba perdido desde hacía
muchos días! Estos hijos de puta lo
han desbaratado. Eso piensa, pero de sus labios brota esta exclamación: ¡Yo
nunca he visto a ese hombre!
Otro de los torturadores, le dice con sorna: -Conque tú nunca lo has visto. No jodas, chico y, con otro empujón,
lo estrella contra el piso, dejándolo allí tirado, solo. No sabe el tiempo que
ha transcurrido, hasta que lo conducen a una celda que tiene dos camastros de
hierro, uno al lado del otro; en uno yace Robertico, con las manos esposadas al
camastro. Apenas demoran unos segundos en hacer lo mismo con él.
Su compañero se queja apagadamente, sin fuerzas, con su ropa rasgada,
mostrando las heridas en todo el cuerpo. No lo han traído a descansar ni a
reponerse, sino a una tortura más refinada, pero no menos antigua. Retornan los
torturadores y, allí mismo, a su lado, recomienzan a golpear al ya deshecho joven.
Quieren saber dónde están los otros miembros del grupo, los lugares de
contacto, las armas, pero solo escuchan de la voz débil y entrecortada: “-Yo no sé nada señor… Yo no sé nada…”.
El interrogador, encolerizado, impotente, bestializado del todo, sale de
la celda corriendo, se aleja unos
minutos, retornando con una botella vacía de Bacardí en las manos, diciendo a
Robertico: “A lo mejor esto te refresca
la memoria, maricón…” y, levantando lentamente la mano que sostiene la
botella, la descarga sobre la cabeza del joven.
Un sordo quejido, casi inaudible retumba en las paredes de la celda,
para quedar, para siempre, grabado en la conciencia de Agustín, como una orden
en su subconsciente de su ya destrozado
cerebro: RESISTIR… RESISTIR… RESISTIR… Que es lo contrario a lo que pensaban sus captores haría
sobre él la barbarie.
El odio lo estremece y la ira lo sacude ante lo ocurrido contra aquel
ser inerme, pero valiente: aquel héroe solitario. Ahora vendrán por él.
Los pasos se dejan escuchar claramente. Traen prisa. Le quitan las
esposas y cargándolo, lo trasladan a un amplio despacho donde se encuentra el
sádico y sanguinario coronel Carratala quien le dice: Agustín… cara… así que no vas a cantar… Tú te crees que eres más macho
que nadie, so hijo de puta.
El preso, con lo que queda de sus labios maltrechos, responde: -Pero, coronel, yo estoy solo en esto. Esas
alcayatas y los petardos con las cadenas, me los entregó Héctor. Es todo lo que
puedo decirle.
La bestia da un salto en el asiento y se arroja violenta sobre él: -Déjate de dramas conmigo, maricón. Tú sabes
de sobra que Héctor lleva preso meses en el Príncipe. Piensas que somos
comemierdas. Bueno, no vas a hablar, pero tampoco vas a hacer el cuento.
En el despacho, además de varios esbirros vestidos de civil, hay
oficiales del Ejército, jefes de distintos pueblos de La Habana Campo, de la
Policía y de la Guardia Rural (policía militarizada), de los lugares donde el
grupo de Agustín más había golpeado.
-Vamos a terminar con este hijo
de puta. Muerto el perro, se acabó la rabia, decide Carratala. Silencio. Se
habían terminado las palabras. Siempre ocurre así cuando el final llega, cuando
la alternativa es la traición.
¡ARRIBA NAVARRETE; ENCARGÁTE DE ÉL! Sentencia de nuevo el coronel.
El aludido, como movido por un resorte y ayudado por dos esbirros, lo alzan,
sin evitar que sus destrozados pies, ya sin zapatos, se arrastren por el piso y,
sacándolo violentamente del despacho, lo llevan por un pasillo hacia el auto.
Varios asesinos uniformados se les unen. A su derecha se sitúa uno que
parece ser el jefe. Le hunden hasta las orejas un sombrero y le ponen
espejuelos oscuros. Arrancan y parten sin encender las luces del auto.
De esa forma, se incorporan a la Calzada del Cerro, donde encienden las
luces al girar hacia Boyeros. Se aproxima el último capítulo del drama. No cabe duda: es el final.
El Oldsmobile ha tomado por Quinta Avenida. Velozmente han llegado a un
paraje cerca del Laguito*. Se detienen al lado de un frondoso árbol. Apagan las
luces y, sin hacer ruido, ascienden al árbol. Los mira sacar una soga del
maletero. Uno de ellos coloca sobre la acera, próximo a un grueso tronco, un
petardo y una pistola. Lo bajan en silencio, trabajosamente. Uno, por detrás, le
coloca el lazo y otro tira el extremo sobre una fuerte rama.
Foto Infobae. El Laguito de Miramar, Cuba. *Nota al final.
La paz y la tranquilidad lo invaden. Se siente fuerte. Ha olvidado el
dolor y sacando del fondo de sus entrañas el resto de sus fuerzas, lanzó un
alarido que irrumpió en el silencio de la noche:
“¡VIVA FIDEL!,
¡COJONES!, ¡MUERA BATISTA!”
Ya en el umbral de la muerte, el canto de los gallos y el ladrido de un
perro se mezclaron en sus recuerdos. La infancia campesina fue su última visión.
Sus piernas se movieron estremecidas, el maltrecho cuerpo giró de un
lado a otro, pendiente de la cuerda, hasta quedar definitivamente quieto, en
silencio por fin, con los pies separados de su tierra, ya un mártir de la PATRIA.
Los asesinos quedaron en silencio. El valor siempre impresiona, más si es la muerte su
precio. No era la primera ocasión en que mataban a mansalva, pero para
ellos resultaba incomprensible ese instante final. ¿Cómo es posible que un hombre lleno de vida y de
frente al futuro, se deje matar por una idea… por la libertad de aquello que
llamaban Patria? El precio de la libertad se paga con sangre.
*Sobre El
Laguito: obtener fotos de la época de la
tiranía, sus asesinatos y fechorías, es muy difícil por escasos o nulos, en los
medios de información. Con la foto de El Laguito, Infobae perdió la oportunidad
de comentar, que además de lugar de alojamiento privilegiado en el mejor sitio
de los más ricos de Cuba en su época, incautado en 1,960, fue el lugar de las
ejecuciones a políticos de prestigio como Pelayo Cuervo Navarro, senador de la
República y destacado hombre público y de varios combatientes revolucionarios,
durante la tiranía. Por ello, es que nos esforzamos para que la memoria de los
que lucharon o murieron por la LIBERTAD CON DEMOCRACIA nunca sea olvidada. El
Editor.
El
asesinato de Pelayo Cuervo - Juventud Rebelde
Próxima edición: a finales de diciembre, si es posible.
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